Castigo

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Ágil como un chita, volví a la habitación. Daniel me miró asombrado. Tomé la valija y la escondí en el armario. Giró el picaporte y antes de que abrieran la puerta, me acerqué a él. Daniel me miró preguntándome qué hacía con sus ojos de sol. Con los nervios dominándome, le grité que era un idiota, y antes de que él articulara una palabra, le lancé un puñetazo con todas mis fuerzas en su mejilla. Fue lo único que se me ocurrió. Sangró su respingada nariz y cayó en el suelo.

—¡Rigardu! —me nombró sorprendida una de las monjas—. ¿!Por qué atacaste a tu compañero!? Oh, por Dios, se desmayó. —Llevó sus arrugadas manos en su boca.

Al escuchar el grito escandaloso, más monjas se apresuraron en llegar a la habitación. Fue como si reuniera un puñado de pingüinos listos para picotearme con su mirada punzante. Se acercaron a Daniel y lo acostaron en la cama.

—Pobre, le va a salir tremendo moretón —dijo con mucho pesar una de las monjas.

Ninguna se percató de que él estaba borracho. Revisaron su pulso y respiración. Al final, lo dejaron descansar en la cama. Me llevaron a la oficina de la directora. Como no había sucedido nada interesante y no sabían que Daniel rompió las reglas, fui el chisme del momento. La directora, furiosa, me dijo que llamaría a mi padre, que esa conducta era reprobable. Me retiró el permiso para salir los domingos y mis privilegios, como usar la sala común y de música. Y como castigo, con mucha fuerza y sin ninguna emoción implicada, la directora me golpeó siete veces en las palmas de la mano con una regla de madera. También me mandó a encerrar en la sala de rezos. Era una pequeña habitación de mosaicos pulcros, lo poco que tenía el espacio se reflejaba en ellos. No había nada más que un crucifico tamaño real y velas. Escuché de ella en el pasado, no la imaginaba tan tenebrosa como decían que era. Como parte del castigo, debía estar hincado, rezando y pidiendo perdón por mis pecados.

Al pasar el tiempo, me di cuenta que nadie me vigilaba, la ventanilla de la puerta estaba firmemente cerrada. Dejé de fingir que rezaba y, entumecido, me fui a sentar en la esquina. No quedaba mucho de las velas. Iluminándome con las titilantes y débiles llamas, miré mis manos lastimadas. Quería llorar, pero me reprimí. Hacía mucho frío ahí, no llegaba el calor de la caldera, por suerte tenía mi abrigo y bufanda conmigo. Me abracé a mí mismo. Esperaba que Daniel no estuviera enojado conmigo. La estatua del crucificado comenzó a incomodarme, era demasiado realista. Por un momento, percibí su mirada como una de verdad. La sombra de la escultura se sacudía de vez en cuando con el temblar de las llamas de las velas. El lugar me pareció muy tétrico. Llevé mi mirada al rostro del crucificado, me pareció que se movió, que sonreía ligeramente. Me asusté un poco. Recordé los rumores del lugar, llegaron a contar que un alumno se murió de un paro cardíaco porque vio un demonio en la habitación.

Entonces, al pasar el tiempo, las velas se terminaron, una por una. Me quedé encerrado en la oscuridad fúnebre. Mi único consuelo era la escasa luz que pasaba a través de los relieves de la puerta. Tenía la esperanza que en cualquier momento abriría la puerta. Estaba cansado y hambriento, dormía por breves momentos, pero despertaba debido a las pesadillas que me causaba la escultura. Por un momento soñé, de manera muy vivida, como él, con una entonación muy afligida, pedía ser descrucificado.

No sabía si seguía soñando cuando comencé a escuchar un susurro cerca de mi oído. Me regañé en pensamientos por imaginar tal cosa. El susurro incrementó y se volvieron palabras negativas, lo peor era que poseía mi entonación carente de emociones. Me decía la voz que era un fracaso, que nadie me quería, que todo lo hacía mal, que mi vida no valía la pena. Le pedí muchas veces que se callara. En lugar de eso, se sumaron más voces, unas murmuraban, otras gritaban y pocas eran claras. Mi corazón latía intensamente, tanto que sentía lastimarme el pecho. Con la visión acostumbrada a la oscuridad, busqué consuelo en el crucifijo. Por un momento lo vi reírse de mí. Me levanté agitado. Pedí alterado que me abrieran. No había nadie cerca. Toqué con más fuerza la puerta. No aguantaba ni un minuto más. Al pasar el tiempo, una monja se acercó.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tanto escándalo? —preguntó a través de la puerta.

—Quiero salir... —dije en un hilo de voz tembloroso.

—¿Por qué?

—Está muy oscuro —informé lloroso.

—No tengas miedo, te encuentras con nuestro padre celestial. Pídele perdón por tus pecados y cuéntale sobre tus miedos. Él te va escuchar y ayudar.

—Por favor, no me siento bien aquí... falta el aire. No hay ventanas —dije alterado.

—Lo siento, no saldrás por un par de horas más —informó despreocupada.

—No... —dije angustiado—. ¿Y si necesito ir al baño? —pregunté alterado.

—Hermana, rápido, venga —habló otra monja en voz alta—. Parece que Cristal chocó. Quieren que vayamos a la morgue a reconocerla —informó una monja de voz ronca.

—Dios mío, ¿qué hacía manejando con este clima? —preguntó alterada la otra monja.

Escuché sus pasos apresurados alejarse.

Volví al suelo. Lloroso, recordé cuando Cristal me habló en las tiendas sobre su pequeña hermana y anciana madre, ella trabajaba para mantenerlas. Se me destrozó el corazón y no quería culpar a Daniel por el accidente. Las voces, poco a poco, volvieron. Reconocí que eran mis pensamientos negativos, lo que no expresaba, pero de vez en cuando me atormentaban. Por guardar tanto silencio, en mi cabeza quedó el ruido, cual hizo eco en la oscuridad.

Me acorruqué y me forcé en pensar en cosas agradables. Apareció Daniel en mis pensamientos. El recuerdo de él estaba rodeado por armoniosos y cálidas entonaciones ocres que tranquilizaban mi corazón. Escuché su agradable y confiada voz, esta me llevó al de sus pequeños labios. Después, en su bonita sonrisa, y al final en su mirada llena de confianza y fuerte como un sol de primavera. Me pregunté por qué me fijaba tanto en eso. La respuesta llegó rápido, me estaba refugiando en él porque era lindo y agradable. Con él podía ser yo, podía expresarme y decir lo que pensaba sin miedo. No me regañaba, no me gritaba, no me ignoraba. Era tan libre a su lado.

Las voces volvieron y me decían que era débil, que debía alejarme de él, que no merecía sentirme bien con su compañía, que al final se iría. Entonces, pensé en aquel niño que consideraba mi mejor amigo en la primaria. También se fue en su momento. Se llamaba Terrence, era como un mar nocturno, tranquilo y pacífico. Confiaba mucho en él, a veces sentía que era mi hermano. Admiraba su fuerza, confianza y como siempre lograba animar a los demás. Recordé un poco el lejano pasado. Me refugiaba en una esquina del templo, sollozaba de miedo. Las esculturas de los santos me superaban en muchos sentidos. Terry apareció, bañado por la luz de una tarde moribunda y me preguntó por qué lloraba. Le dije que era debido a las esculturas, me daban miedo, le juré que había visto una moverse y que sentía cómo me miraba. Entonces, él me dijo:

—Cuando cierro los ojos se van los santos.

Desde ese día, cuando tenía miedo, ya no lloraba, solo cerraba los ojos y murmuraba como un mantra lo que él me dijo: «Cuando cierro los ojo se van los santos». Todo lo que me daba miedo se iba.

Volví a repetirme ese mantra que olvidé con el pasar de los años. Las voces cesaron y la oscuridad ya no fue tan espantosa. Sin embargo, se quedó la tristeza en mi interior. Súbitamente abrí los ojos, para ese momento ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Miré las partículas de polvo que tomaban cuerpo con la luz que se filtraba por los relieves de la puerta. Ciertamente era un lugar tranquilo. Uno que me hacía sentir tan solo y vacío.

La gente iba y venía de mi vida, se volvían recuerdos. Supuse que Daniel también se iría para ser feliz al lado de su profesor. Me dije a mí mismo que no debía seguir encariñándome con él. No tenía un lugar a cual llamar hogar, un sueño en cual refugiarme y alguien a quien decirle cómo me sentía realmente. La única persona que añoraba y esperaba ver pronto, mi madre, estaba tan lejos de mí. Me percibí tan abandonado. Sin poder controlarlo, las lágrimas escaparon de mis ojos. Miré al crucificado. No podía refugiarme en seres imaginarios como los demás, no quería y no me nacía.

Me quedé dormido en mi miseria. 

Cuando cierro los ojos se van los santosWhere stories live. Discover now