Bach

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Pensaba en desayunar junto con Daniel, pero Terry ocupó el lugar que le resguardé. Desde que regresamos de su casa actuaba de muro entre Daniel y yo. Ambos usaron maquillaje por semanas para encubrir los moretones que evidenciaban lo fuerte que se golpearon. Supuse que así eran los chicos normales, buscaban excusas tontas para sacar su ira y golpearse entre ellos.

Fruncí ligeramente el ceño. Daniel se sentó enfrente del comedor con Albert y conversaron entre susurros. Daniel le daba por su lado a Terry, al parecer aplicó el método de la piedra gris. O de verdad se sintió amenazado. Él era mayor que yo, y si en el colegio se hubieran enterado de que nos besamos, nos hubieran expulsado. Desde mi lugar contemplé a Daniel y Albert. Ambos eran bonitos de ver, eran similares a los príncipes de los cuentos. No obstante, no hacían buena pareja, se opacaban mutuamente y no combinaban. Ambos eran rubios, Albert más claro, y su piel casi de la misma tonalidad. Albert poseía tristes ojos de esmeraldas y Daniel un angelical rostro pecoso. Suspiré de nuevo. Me pregunté por qué me llamaban la atención los chicos de esa manera. Miré a las monjas, ancianas de rostro caído y expresión perpetua de asco. Era obvio, no convivía con mujeres de mi edad, solo con chicos, con mis iguales. Aunque tuve la oportunidad con conocer a Violeta a través de cartas, no despertaba en mí el mismo deseo que Daniel.

—Este fin de semana veré a mi novia, invitará a su amiga y quiere que invite a un amigo para que no se sienta sola —contó Terry en voz baja.

—Qué bien —respondí sin emoción.

Le clavé mi mirada. También me pareció lindo. Terry era el más desarrollado de todos y que parecía alcanzaría la adultez en un parpadear. Sus ojos eran dos témpanos de hielos que reflejaban su carácter apacible. Llevaba el cabello de largo hasta su barbilla, los ondulados mechones estilizaban aún más su fino rostro. Tenía los labios alargados, algo rígidos y ya se veía en su rostro la sombra de una futura barba espesa.

—¿Tengo algo en la cara? —Sonrió tiernamente para mí.

—No, nada. —Abochornado, desvié mi mirada en mi desayuno.

Clavé el tenedor en una fresa y sentí la energía de una imponente mirada. Alcé el rostro y vi ira en los ojos de sol de Daniel. Se percató de que contemplé a Terry. Sin disimular su enojo, frunció ligeramente el ceño y torció la mueca.

—¿Puedes hacer las paces con Daniel? —le cuestioné a Terry en susurros.

—No, Daniel está podrido —respondió Terry en voz baja—. No dejaré que hunda a mi mejor amigo en su ser de alquitrán.

—No te pedí que me cuidaras —hablé tajante.

Me levanté, el hambre se me había ido. Salí del comedor para tomar un poco de aire y meditar sobre lo que estaba pasando. En el andador había algunos alumnos esparcidos que conversaban en voz baja.

El viento arrastraba una brisa caliente, sentía que cacheteaba mis mejillas. Aflojé un poco mi corbata y llevé detrás de mi oído algunos mechones largos que ya me cubrían los cristales de mis lentes. Suspiré desganado. No me animó ver los jardines que cuidaban y mantenían a raya con tanta insistencia. Terminé comparándome con los arbustos cuadrados. Ocupé lugar en una de las banquitas metálicas. Las nubes blancas desfilaban con el mismo desánimo que tenía. Enfoqué mi mirada al pasillo de enfrente, varios estudiantes, a los cuales no pude distinguirles el rostro, desfilaban de manera extraña. Era como si flotaran y no movieran sus piernas. Me extrañó que llevaran el traje completo del uniforme, en primavera y verano se omitía el saco. Intrigado, me levanté y caminé apresurado. Cuando llegué al pasillo, ellos habían doblado en la esquina. Me propuse alcanzarlos, pero no logré verlos. Me extrañó mucho, no había aulas hacia donde fueron, únicamente había un camino empedrado que llevaba hacia la reja abandonada, la que daba acceso al bosque y cementerio. De un momento a otro, una mano se postró en mi hombro, ahogué el susto que me provocó.

—Vamos a clases —dijo Terry pensativo.

Fastidiado, miraba las manecillas del reloj desplazarse lentamente. Deseaba con todo mi ser que terminara la última clase y salir corriendo del aula para dejar atrás a Terry. Giré mi cabeza, Terry, apurado, tomaba los apuntes de la tarea. Sonó la campana. Guardé mis libros en el interior del pupitre y me levanté de golpe. Caminé apurado, pero sin correr. La monja me retó con la mirada al verme tan animado hacia la salida.

—Rigardu, no corras —dijo la monja con una rasposa entonación.

Asentí con la cabeza y seguí mi camino con normalidad. Terry me alcanzó y caminó a mi paso.

—Deja de seguirme —le pedí fastidiado.

—Quiero cuidarte —respondió.

No hablé más. Terry me siguió en todo momento, ni siquiera tomó sus clases de pintura por aparentar ser un guardia. No le dirigía la palabra en el camino, lo ignoraba en todo lo que podía, esperando así que se aburriera de seguirme. Encontré un poco de paz en la biblioteca. Terry no era una persona aficionada a los libros, seguramente le fue una tortura vigilarme mientras yo me desaparecía entre las páginas de los libros. No obstante, regresé a la realidad para ir al baño. Al entrar, el lugar me pareció diferente, estaba frío y una extraña energía se agitaba en el ambiente. No le presenté mucha atención a mi sentir, supuse que tenía demasiadas ganas de usar el mingitorio. Mientras atendía mis necesidades, percibí un susurro lejano y un escalofrío recorrió mi piel. Ignoré mi sentir. Al lavar mis manos, observé mi reflejo, mi mirada estaba más borrosa de costumbre, no podía distinguir mis facciones. Los bombillos comenzaron a parpadear. Me paralicé, en cada ida de luz mi rostro se desfiguraba.

—Está alto, muy alto, estoy cayendo, estoy muriendo... ayuda... ayuda... ayuda.... —susurró una voz áspera de ultratumba.

Asustado, con el corazón gritándome, me moví y abrí la puerta del cubículo donde provenía el susurro. Entre intermitentes de luz, vi algo irreal. Se trataba de un alumno, pero flotaba por encima del retrete. Tenía sus brazos desarticulados y estaba inclinado de la cintura. Su uniforme parecía viejo y tenía tierra pegada donde le mirara. Al enfocar en su rostro, ahogué el grito de susto que quiso salir con mis manos. No tenía facciones, ni ojos, ni orificios, nada. Retrocedí unos pasos. Él flotó hacia mí. Me derrumbé en una esquina del baño, me abracé a mí mismo y cerré los ojos.

Algo estaba mal en mí, supuse que me rompí, que me pasaba lo mismo que mi madre. Todas mis emociones se agruparon y estorbaron entre sí, no pude expresar mi sentir en el momento. Sin ver el fantasma, le pedí que se fuera y que me dejara ser una persona normal. Alcé mi rostro por un momento, ahí estaba, frente de mí, como si fijara la mirada que no tenía. Estiró su mano y tocó mi hombro. Me desconecté, todo se oscureció.

—¿Isa, estás bien? —me llamó Terry preocupado.

Él era quien posaba su mano en mi hombro. Levanté mi rostro, con mucho miedo, contemplé el entorno, todo estaba normal. A lo que llamé una alucinación ya no estaba. Me levanté y salí corriendo, buscando un refugio. Entré en la bodega de libros viejos donde estaban escondidos los libros prohibidos.

Quería estar solo. Encendí la luz, tomé asiento en una caja y miré mis manos temblorosas. Angustiado, me pregunté a mí mismo qué me estaba pasando. Me encontré con la mirada un libro en el suelo. Me pareció familiar, vino a mi mente Bach, él solía tener en manos aquel libro, era uno de sus favoritos. Dejé mi lugar y fui por el libro. Al tomarlo me percaté de que estaba tibio. Curioseando, lo hojeé, entre las hojas encontré una nota que decía: «Te extraño, Albert». Una sacudida agitó mi corazón y nuevamente llegó un dolor punzante en mi frente.

—Hola, Isaac —dijo una voz lejana que me pareció familiar—. ¿Qué vas a leer hoy?

—No puede ser, esa voz... Bach. 

Cuando cierro los ojos se van los santosWhere stories live. Discover now