—No me importa que me supere —aseguró Ethan, aunque todos pudimos notar el tono ácido en su voz —. Simplemente no quiero perderla. Ni a ella, ni a ti, ni a lo que tenemos Zoe, ella, tú y yo.

Jake puso las manos en alto en señal de rendición, indicando que no iba a insistir más.

—Como sea. Gracias por ayudarme con la fiesta —agradeció —. Y devuélveme mis patatas.

Ethan le hizo caso, satisfecho.

Jake y Ethan llevaban un par de semanas planeando cómo celebrar el cumpleaños del castaño. Habían optado por hacer dos fiestas: una con amigos y otra más formal con la familia. Sus padres incluso se habían ofrecido a dejarle la casa sola y a alquilar la planta baja de su edificio para hacer la fiesta.

Mark, Sam y Ethan ya tenían sus regalos listos, mientras que el mío aún no había llegado. Lo había pedido por internet varias semanas atrás y se suponía que lo iba a recibir el lunes pero, al parecer, se había retrasado.

Empezaba a pensar que tendría que recurrir a un regalo improvisado y la idea no me emocionaba en absoluto. Me había comido la cabeza muchísimo pensando en lo que le iba a regalar y, aunque sabía que era demasiado material y no lo más original, estaba segura de que le iba a gustar.

Las clases comenzaron de nuevo, así que nos dirigimos al aula. Todos compartíamos clases, la única persona que tenía un horario diferente al del resto era Sam, que había preferido dar francés antes que español. Para mí había sido fácil escoger entre los dos idiomas; ya sabía bastante español gracias a mi padre, quien había pasado gran parte de su infancia en México. Mis abuelos paternos aún vivían allí, de hecho, y había tenido la oportunidad de visitarlos en varias ocasiones. Aprender español era casi una obligación. Una con la que me sentía cómoda.

Por la tarde me dirigí al Ice Club Arena, el centro de patinaje al que acudía tres veces por semana. Llevaba patinando allí desde los siete años: el hielo de esa pista me había visto caerme y levantarme, en todos sus sentidos, durante años. Había presenciado todas las etapas de mi vida, desde las más duras hasta las más felices.

Le tenía un cariño increíble tanto al lugar como al patinaje en sí. Me llenaba de vida acariciar el hielo con las cuchillas de mis patines mientras me deslizaba de un lado a otro siguiendo una coreografía.

En esos momentos me encontraba calentando antes de comenzar a practicar. Mi entrenadora, Dasha Kolyukh, acababa de hablarme sobre la coreografía y la canción que tenía en mente para el certamen que se llevaba a cabo a finales de noviembre. Era uno pequeño, realizado por la ciudad en la que vivíamos, nada realmente importante. Aún así, yo estaba muy emocionada. Ese año pasaba de participar en la categoría junior a participar en la senior y eso hacía que los nervios se agitaran de una forma agradable en mi estómago.

Entrené durante dos horas y, ya en el vestuario, me quité el equipaje y volví a ponerme la ropa con la que había entrado al edificio. Me quité la goma que sujetaba mi pelo en una coleta alta y lo peiné frente al espejo antes de volver a recogérmelo.

Coloqué todo en mi mochila y me puse mi abrigo tipo parkas de color caqui. Saqué mi móvil del bolsillo para mirar si tenía algún mensaje y, en efecto, la pantalla mostraba incluso más notificaciones que de costumbre.

Me sorprendió ver varias llamadas perdidas de mi madre.

Llevaba sin hablar con ella una buena temporada. Nuestras conversaciones ya eran escasas cuando vivíamos juntas y las pocas que teníamos acababan siempre mal. Mi madre es una persona difícil. Es insoportablemente terca y no admite estar equivocada ni aún cuando todos, hasta ella, saben que lo está. Para ella, tener la razón es más importante que cualquier otra cosa, incluido el bienestar de su hija. Eso es precisamente lo que nos distanció tanto.

Emily & Jake ✔️Where stories live. Discover now