La Leyenda de Orión

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Lo más importante de una historia es su capacidad para fascinar a la audiencia, pues es el público quien decide entre permitir que caiga en el olvido o convertirla en una leyenda épica. Así es como Orión, hijo de Poseidón y Euríale, logró destacar entre todos los héroes.

Con sus diecisiete años y un arco de madera que con solo pensar en lanzar una flecha se destartalaba, ningún joven tendría nada que envidiarle de no ser por su talento para cautivar al público con hazañas que no había realizado. Creaba una nueva historia para cada ciudad que visitaba, cada una más atrevida y fantástica que la anterior, hasta que su ingenio dejó de ser necesario: sus aventuras se habían distorsionado tanto que cada semana surgía una nueva que lograba sorprender incluso a su protagonista.

Sin embargo, en su viaje a Quíos conoció a una mujer que desconfiaba tanto de sus logros que, con cada palabra que brotaba de sus labios de carmín, deseaba más y más poder demostrarlos.

—Querido Orión, ¿cómo vais a ser un gigante si apenas tengo que levantar la cabeza para miraros a los ojos?

—No podéis negar que mi estatura es mayor a la de los demás hombres de la isla —trató de defenderse ante Mérope.

—De acuerdo, te concedo el título de gigante... —Detuvo la mirada en el cielo estrellado mientras pensaba en su siguiente acusación—. Pero ni tenéis un tamaño colosal ni el agua de los mares más profundos os llega a los hombros.

—Podemos comprobarlo juntos cuando lo desees —le dedicó una sonrisa de medio lado a la que muy pocas mujeres habían logrado resistirse. Por desgracia, esta vez no causó el efecto esperado.

—¿Una princesa bañándose con un héroe cuestionable? —Abrió los ojos como platos— ¡Ya puedo imaginar el escándalo!

Cuando se acercó a la barra de una taberna que le permitía contemplar las constelaciones, y se encontró a la derecha de la joven más hermosa que había visto en su corta vida, jamás habría pensado que coquetearía con la princesa de Quíos. Debía haberse dado cuenta de que su nombre le resultaba familiar, realizar una reverencia y desaparecer del local.

En lugar de eso acortó la distancia y comenzó a presumir de sus falsas hazañas.

Retrocedió varios pasos y sintió cómo su rostro enrojecía hasta hacer competencia al color de los labios de la princesa. Trató de disculparse por su atrevimiento, a pesar de que sus palabras no dejaban de tropezarse, lo que pareció divertir a Mérope.

—Padre necesita un nuevo cazador —fue todo cuando dijo antes de desaparecer de su vista con una sonrisa asomada en su rostro.

Le había dado una oportunidad de demostrar su valía desafiándole a convertirse en el nuevo cazador del rey Enopión. Jamás lo lograría, o eso se dijo repetidas veces a lo largo de la noche. Fracasaría, sería el hazme reír de humanos y Dioses, y caería en el olvido.

¿Qué pasaría si no se presentaba ante el rey? Quizás la princesa se encargase personalmente de que todo el mundo supiera que era un cobarde, quizás no le importase en absoluto.

¿Qué pasaría si superaba todas las pruebas? Habría probado que la leyenda era cierta, y vería a la hermosa Mérope con frecuencia. Tal vez el coqueteo que inició en la taberna, el coqueteo que ella no detuvo, dejase de estar fuera de lugar.

Orión tomó una decisión: se presentaría a primera hora ante el rey y expresaría su deseo por convertirse en el cazador que busca. Así lo hizo, solo que con más audiencia de la imaginada. No esperaba encontrarse a la princesa, y sentir el peso de sus ojos sobre él le puso más nervioso de lo que ya estaba. Se permitió cruzar la mirada con la de ella una única vez, suficiente para comprobar que le había sorprendido su atrevimiento, pero que se alegraba de ello.

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