04

1.3K 99 7
                                    

—Una vez que se evalúa la conducta de la persona, se decide cuál es el mejor tratamiento a seguir para lograr... —dice el profesor Fudge, mientras nos muestra una diapositiva que había preparado para nosotros—. Atenuar su agresividad, hacer que sea consciente de su comportamiento, favorecer las relaciones interpersonales, lograr que atenúe sus impulsos y por último, enseñar al individuo a decir lo que piensa, lo que le preocupa o lo que siente. ¿Se entendió eso?

—Sí, profesor Fudge. —responde Clarisa, una chica latina que, a sinceridad, me parece algo temeraria. Su actitud refleja una personalidad temperamentalmente a la defensiva; al menos con ciertos estudiantes.

—Perfecto. Entonces, quisiera que anoten el proyecto para entregar a más tardar a finales del próximo mes. —ruedo los ojos. Odio los proyectos de Fudge. Usualmente son en grupos y no me gusta lidiar con estudiantes que no aportan nada—. Consiste en escoger a una persona que, claro está, esté cien por ciento de acuerdo para analizar su comportamiento, poniendo en evaluación los factores que influyen en él y por ende, aplicar un tratamiento de acuerdo a lo que analizaron. Todo debe estar por escrito y es de forma individual

—Maestro, ¿y si dicha persona no quiere dar a conocer su nombre?

—Pueden utilizar un seudónimo, pero el caso debe ser real. —asentimos—. Que tengan un buen fin de semana, chicos. Nos vemos en la próxima clase.

Casi grito de alivio. La semana había pasado muy rápido y ansiaba la llegada del viernes; que se traduciría a un fin de semana viendo mi serie favorita, leyendo algún libro o simplemente comiendo alguna golosina. Mis hombros se sienten ligeros de solo pensar en lo tranquilo que podría estar en estos dos días.

—Hasta luego, señor Fudge. —me despido del profesor con un asentimiento de cabeza y salgo de ese cubo al que llaman aula. Siento el aire puro entrar por mi nariz e instintivamente mis músculos se relajan.

— ¡Pequeño Theo! —giro mi cabeza hasta donde se escucha el grito, especialmente vergonzoso, de Verónica en todo el pasillo de la facultad. Logro escuchar una que otra risita, provocando que ruede los ojos con fastidio.

—Vero, ¿puedes dejar de llamarme así en frente de todos? —gruño.

—Que aguafiestas. —dice—. Eres mi pequeño, no te enojes. —suelto un bufido, tratando de ignorar su respuesta para nada agradable, y comienzo a caminar hasta la salida. Escucho sus pasos detrás de mí—. Vamos, Theo. No te enojes.

—No estoy enojado. —miento. De hecho, sí estaba enojado. Odiaba cuando hacían algo que no me gustaba y lo tomaban como burla o como si realmente no tuviera importancia.

—Te conozco, Theodore. Sé que lo estás. —Me dice, tomando entre sus dedos mi codo y girando mi cuerpo hasta quedar frente a ella—. ¿Me perdonas? —y ahí estaba de nuevo su cara de cachorro triste. Esos ojos marrones, grandes y totalmente divertidos, y ese tierno puchero de niña buena.

—Si me pones esa carita, no puedo negarme. —le sonrío con sinceridad, provocando que en sus labios se forme una sonrisa deslumbrante.

— ¡Te quiero, Theodore McClain! —grita, aunque esta vez solo para nosotros—. Y porque te quiero, vengo a recordarte que hoy es el día de la carrera.

Llevo la palma de mi mano derecha hasta la frente, golpeándome a mí mismo. Estaba tan concentrado en las clases que había tenido en toda la semana, y ciertamente, acosando a la hermosa pelinegra que se sentaba en mi árbol favorito, que guardé en lo más profundo de mi memoria el hecho de que Verónica me había invitado este viernes a esa carrera.

¿Cuándo podré estar tranquilo entre las paredes de mi habitación sin tener ningún contacto con el mundo exterior?

—Sí, no lo olvidé. —susurro, algo nervioso por mi mentira.

La chica de intercambio ©Where stories live. Discover now