En que Maurice se dispone a obrar

4 1 0
                                    

Algunos días después, el curioso lector (de F. de Boisgobey) hubiera podido observar a los tres miembros masculinos de esta triste familia, que se disponían a tomar el tren de Londres en la estación de Bournemouth.

Conforme a lo que rezaba el barómetro, el tiempo debía ser variable, y Joseph Finsbury llevaba el traje propio de dicha temperatura, conforme a las prescripciones de sir Faraday Bond, porque no hay que olvidar que este ilustre galeno no es menos rígido en lo relativo al vestido, que en lo referente al régimen alimenticio.

Aun me atrevo a decir que hay pocas personas de salud delicada que, por lo menos, no hayan probado a conformarse con las prescripciones de sir Faraday Bond.

«Evítense los vinos tintos, la carne de cordero, la confitura de naranjas y el pan no tostado».

Además, dice a sus enfermos:

«Acuéstese usted todas las noches a las once menos cuarto, y vístase de franela higiénica de pies a cabeza. Para la calle, no hay nada tan indicado como las pieles de marta. Tampoco debe usted dejarse de calzar en casa de los señores Dall y Crumbie».

Por último, después de cobrar la visita, sir Faraday no deja de llamar al cliente para recomendarle de modo categórico, en la puerta de su gabinete, que si quiere preservar su vida, se abstenga de comer esturión cocido.

El desdichado Joseph estaba sometido con espantoso rigor al régimen de sir Faraday Bond. Aprisionaban sus pies las consabidas botas suizas; su pantalón y americana eran de verdadero paño higiénico; su camisa era de franela, no menos higiénica (aunque a decir verdad, no de la más cara), y se hallaba envuelto en la inevitable pelliza de piel de marta. Los mismos empleados de la estación de Bournemouth podían reconocer en aquel anciano a una víctima de sir Faraday, que, dicho sea de paso, enviaba a todos sus pacientes a veranear en el mismo punto. En la persona del tío Joseph no había, a decir verdad, más que un solo indicio de sus aficiones individuales, a saber: una gorra de turista de visera puntiaguda. Toda la elocuencia de Maurice había sido inútil ante la obstinación del anciano en conservar aquel tocado que le recordaba la terrible emoción que experimentó en otro tiempo, al encontrarse con un chacal medio muerto en las llanuras de Éfeso.

Subieron los tres Finsbury en su vagón e inmediatamente empezaron a disputar, circunstancia insignificante, al parecer, pero que resultó ser, a un tiempo, muy desdichada para Maurice, y (me lisonjeo en creerlo así), muy feliz para los lectores. Porque si en vez de enredarse en la disputa, Maurice hubiera tenido la ocurrencia de asomarse a la ventanilla, hubiera sido imposible escribir la presente novela. En efecto, Maurice no hubiera podido menos de observar la entrada en el andén de un segundo viajero, vestido con el uniforme de sir Faraday Bond, y que se instaló en el vagón inmediato. Pero el pobre mozo tenía, a su parecer, algo más grave que pensar (¡y bien sabe Dios cuánto se engañaba!) y mucho más importante que pasearse por el andén antes de ponerse el tren en marcha.

—¡Habráse visto cosa igual! — exclamó apenas tomó asiento, reanudando una discusión que, por decirlo así, no había cesado desde por la mañana—. ¡Ese cheque no es de usted, es mío!

—¡Lleva mi firma! —replicó el anciano, con obstinación llena de amargura—. Tengo derecho para hacer con mi dinero lo que me da la gana.

El cheque en cuestión era uno de ochocientas libras que Maurice había entregado a su tío durante el almuerzo, para que lo firmase, y que el anciano se había guardado bonitamente.

—¡Oyes, John! —dijo Maurice—. ¡Habla de su dinero! ¡Cuando hasta la ropa que lleva puesta me pertenece!

—¡Déjale tranquilo! —gruñó John—. ¡Ya me vais cargando los dos!

Aventuras del cadaverWhere stories live. Discover now