Parte 2

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Las niñas continuaron corriendo hasta que llegaron a la seguridad de la luz del pórtico de la casa. Miraron hacia atrás. Estaban completamente solas. A lo lejos podían distinguir la silueta del espantapájaros sobresaliendo por sobre el maizal.

Aquella amarillenta luz que alejaba la oscuridad de la noche ofrecía el lugar más seguro para estar. Allí afuera, en lo desconocido, oscuras sombras se dibujaban desde el cercano bosque. Los sonidos de manera repentina se habían vuelto espeluznantes. El alegre canto de las aves del día fue remplazado por el mortuorio canto de un gigantesco búho que sobrevolaba el cielo nocturno.

Pero adentro, adentro podría haber algo mucho peor. Ellas lo sabían. Por más terroríficas que fueran las cosas allí afuera, allí adentro, él las podría estar esperando. Fue por eso que permanecieron bajo aquella luz, mirando con horror el picaporte de la puerta, dudando si deberían entrar.

Dentro de la casa, todo estaba oscuro, como si ya se hubieran ido a dormir. No se escuchaba sonido alguno. Dudaron por un momento más, habían perdido la noción del tiempo, no sabían qué hora era. Quizás ya era más de la media noche.

Abrieron la puerta muy despacio, no estaba llaveada. Al entrar, todo estaba oscuro, se distinguían las siluetas de los muebles, del viejo sillón y el gran armario de la sala. Caminaron en puntas de pie, procurando no hacer ni el más mínimo sonido. Caminaron unos pasos, la escalera que conducía hasta la planta alta donde estaba su habitación estaba muy cerca. Solo debían subir en silencio, encerrarse en su habitación y al otro día quizás Peter no recordaría nada producto de su borrachera.

Siguieron avanzando tomadas de las manos. Estaban realmente cerca, solo unos pasos más, luego unos cuantos escalones y estarían en la seguridad de su cuarto. Pero entonces un sonido les heló la sangre. El sonido del vidrio de una botella estrellándose contra el piso de madera y estallando en miles de pedazos. La luz se encendió repentinamente.

− ¿Dónde demonios han estado? –Les dijo Peter con su voz ronca y llena de enojo.

− Solo fuimos al bosque y nos hemos perdido. –Contestó María casi en tono de clemencia.

Peter estaba sentado en el sofá, mirándolas con ojos completamente rojos, con su mirada perdida como alguien que ha bebido demasiadas copas. De su mano colgaba su grueso cinturón de cuero marrón. La hebilla pareció resplandecer bajó la azulada luz de la sala.

− ¡Malditas niñas! –Gritó de repente y se puso de pie y avanzó hacia ellas tan rápido que les pareció algo inhumano, casi como una fiera abalanzándose sobre una presa. – ¿Acaso piensan que pueden burlarse de mí?

Levantó el cinturón en lo alto, listo para dejarlo caer con violencia sobre ellas. Entonces María se colocó frente a su hermana quien lloraba desconsolada.

– ¿Qué es esto? –Dijo Peter deteniéndose. – ¿Piensas recibir todo el castigo en su lugar?

–Solo golpéame a mí. Yo la convencí de irnos. Ella me insistió que nos quedáramos pero aun así la obligue a acompañarme. Por favor solo déjala ir. –Le suplicó María.

Peter comenzó a reír. Para los oídos de las niñas esa risa pareció diabólica, casi como las siniestras risas de una hiena en una oscura noche.

–Ya veo. Tú fuiste la que tuvo la idea de escaparse. –Dijo Peter pensativo. –Claro, la pequeña Anna nunca tiene nada que ver con sus travesuras, con sus desobediencias, con sus constantes faltas de respeto hacia mí. En ese caso, Anna tu quédate aquí.

Peter tomó a María del brazo bruscamente y comenzó a jalarla para que lo siguiera. Anna la sujetó para que no la llevase, pero María le hizo un gesto de que todo estaría bien.

La Señora del BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora