Capítulo 6. Silvia

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Al día siguiente Josefina no apareció. Quien la despertó fue la enfermera jefe Zabaleta. Eso de por sí ya era algo insólito, porque ella no solía ocuparse de atender a los internos, solo de gestiones burocráticas, organizar turnos entre el personal o mantener el orden.

Pero allí estaba, para su sorpresa, registrando a fondo cada centímetro de su habitación antes de centrarse en ella. La tocó, cuando nadie miraba, esperando provocar una reacción. Ella se quedó muy quieta. Silvia la percibía como una figura blanca y pavorosa, un demonio de roce áspero que la alimentó casi atragantándola, la peinó provocándole gran dolor y la vistió burlándose de ese cuerpo atractivo echado a perder.

Pasado el desconcierto inicial, supuso que todo aquello tendría una explicación lógica, así que decidió esperar a que se solucionara por sí mismo. Josefina debía estar enferma. Sí, claro, eso era. Seguro que había cogido un resfriado, en el jardín, cuando llegó aquel frío intenso convocado por Martínez. Necesitaba un poco de reposo, nada más. Volvería esa misma tarde o a la mañana siguiente.

No tenía por qué preocuparse. Josefina no podía haberse volatilizado en el aire y jamás se hubiese ido del San Simón sin ella. Se necesitaban la una a la otra.

Pero, pasaron dos días y su ángel seguía sin regresar. Nunca antes había ocurrido algo así. ¿Qué podía haberle sucedido? Cada vez más preocupada, Silvia decidió probar suerte con el celador, Bernardo. Era alguien a quien podía controlar y que formaba parte del personal del psiquiátrico, con libertad para moverse por todo el edificio. Seguro que tenía algo de información.

Silvia esperó aún otro día más, para asegurar que le tocase turno de noche, y lo convocó en su habitación, donde podría interrogarlo con comodidad. Se sintió muy decepcionada al comprender que el hombre no sabía nada de Josefina, no tenía ni idea de dónde podía haberse metido. En la ficha de los archivos de la oficina del psiquiátrico, donde lo mandó a continuación para intentar descubrir algo, constaba que estaba de baja por enfermedad, una leve depresión diagnosticada por el propio doctor Martínez. El celador consiguió su número y hasta llamó con su móvil, ya de vuelta en la habitación de Silvia, pero nadie contestó.

Frustrada, estuvo a punto de hacer marchar a Bernardo, al menos hasta elaborar un nuevo plan, pero en el último momento se le ocurrió ordenarle que le trajese su propio informe médico del despacho del doctor Martínez, junto con el diario que había mencionado Josefina; se dio cuenta de que, hasta que regresó el celador con la carpeta, a la que iba unido un cuaderno bastante grueso con una goma elástica, no había acabado de creer en su existencia. Sin embargo, al posar sus ojos en su cubierta de cuero, recordó haber visto innumerables veces a su madre anotar en él sus pensamientos con la misma energía caótica con la que lo emprendía todo. En ocasiones apretaba tanto el bolígrafo que llegaba a desgarrar el papel.

—¿Qué escribes, mamá? —le había preguntado un día. Las imágenes volvieron de pronto, al establecerse alguna remota conexión en su mente. Isabel estaba sentada en la mesa de la cocina y escribía con entusiasmo. Como solía ocurrir, se había olvidado por completo de la cazuela, cuyo contenido humeaba carbonizándose al fuego.

En realidad, Silvia apenas conseguía recordar cómo era su madre; por más que intentaba reproducir su rostro, en su memoria no era más que un espacio blanco y vacío en el que los rasgos se desdibujaban como en una foto velada. Solo los ojos tenían auténtica entidad, auténtica fuerza. Aquella mañana, cuando la miró, parecían desenfocados y Silvia supo que estaba viendo el otro lado, esas otras cosas que quedaban más allá de cualquier visión normal.

—Todo —Esa fue su respuesta. Concisa y clara. Rotunda.

Tantos años después, Silvia miraba el diario con la misma sensación de terror inminente.

Tiempo de Héroes - Acto 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora