Mi infancia

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Esa lágrima representó esa impotencia que viví aquel día. Comencé a contar los días cada vez que despertaba en sitios distintos o iguales desde aquella vez que mi conciencia hizo que me desvelara en aquel recuerdo que tuve de Amanda. Me encontraba en el noveno. Algo en mí me convencía de que mi cerebro se había desadormecido aquel día en que estaba depresivo sobre la cama, pero también me privaba de todos mis sentidos reales y recuerdos, lo que hacía más difícil recorrer este camino. El tiempo cronológico que vivía no se podía medir porque me iba a muchos lugares en el tiempo; mi memoria de a poco empezaba a arrojar mínimos recuerdos y los días que no me acordaba de algo, me pasaba en esa lujosa casa, encerrado porque no podía salir de ella. La esperanza era algo que no debía perder.

Empecé a suponer, desde el quinto día, cuando me organicé, y también un poco a desear que pronto recuperaría mis sentidos, mis recuerdos y podría despertar del coma y volver a vivir. Sin embargo, todavía no lograba comprender el motivo por el cual había bebido demasiado, desencadenando que me encontrara en esta situación. Fui un imbécil.

El suero me alimentaba, lo que hacía que no tuviera hambre, aunque a veces se me antojaba comer manjares. Pese a que no sentía mis brazos reales, el suero, ni nada de eso, pasaba el tiempo en la casa o en la clínica, donde solo podía verme a mí mismo. No lograba ver a los médicos ni a nadie más.

La noche del décimo día me acosté en la cama en donde había despertado en el segundo, el blanco me empezaba a asustar. Por eso, tomé la decisión de que a la mañana siguiente buscaría sábanas, cortinas y pinturas de diferentes colores para darle un tono distinto al sitio en donde vivía. Aunque no recordara absolutamente nada, quería darle un toque personal. Pronto, tuve sueño y me volví a dormir. Pese a que no me acordara de nada, mi cerebro volvía a funcionar con los recuerdos que almacenaba a partir de ahora, las notas mentales, los días y demás.

Escuché algunos pájaros cantar su bella melodía; abrí mis ojos y conseguí observar el techo: tenía un tono marrón. Me levanté y vi que ya no me encontraba en la lujosa casa. El cuarto en donde me hallaba era más humilde y agradable; enfrente de mí había una cama cucheta. Pronto, oí a una señora decir: "Bruno, ven a comer". Y de la misma, de la parte de abajo distinguí a un niño. Estaba acostado, no hacía más que mirar; parecía algo cansado. Creía que me veía, ya que observaba la cama en donde me había despertado. Yo solo sonreía. Supuse que él no tenía más de ocho años. Se levantó, trotó hasta la puerta, la abrió y se marchó.

En ese entonces supe que no me vio. Luego de unos segundos, salí de la habitación. Distinguí un pasillo. El color de la pared era beige. También, estaban colgados cuatro cuadros familiares, completamente opuestos a los de la lujosa casa. Seguí explorando hasta hallar el comedor. Allí, estaba sentado aquel niño, acompañado de otros dos más, mayores a él. Me aproximé hacia el lado izquierdo y en un rincón, junto a una heladera, pude distinguir a una señora con una taza de cocido sobre su mano. Sonreía al ver a los chicos.

_ Bruno, debes portarte bien –dijo la señora.

_ Pero... ma, Matías empezó –dijo con una cara mal humorada.

_ No mientas, vos fuiste el que arrojó el muñeco por la alcantarilla –mencionó el chiquillo que se encontraba a su lado.

_ Pero vos fuiste el que me vino a molestar cuando armaba mi castillo de ladrillos.

_ No, vos lo tiraste –dijo el joven, el hermano del medio.

_ ¡No mientas! –Gritó el chiquillo, sin cambiar la expresión de su rostro.

_ ¡Basta! –Vociferó la señora –. Ustedes tres son hermanos, no deben pelearse.

_ ¿Qué hice yo ahora? –Preguntó el hermano mayor, quien se encontraba al lado del de medio.

La sombra de mis recuerdosWhere stories live. Discover now