Cuéntame...

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PRÓLOGO

Mi nombre es Eduardo Micenas, el menor de nueve hermanos y de pequeño viví siempre “rodeado” de lujos y derroches; pero no propios, sino de las familias que nos rodeaban.

Mi padre era un empresario del azúcar. En su fábrica procesaban remolacha y vendían un azúcar de excelente calidad; sin embargo, el costo de los procesos hacía que el valor de venta de su producto fuera accesible para sólo un reducido número de familias, pues no lograba competir con los bajos precios del azúcar industrial que llegaba desde el extranjero. De menor calidad, debo decir; pero en momentos en que la economía sufría una crisis, se recortaban gastos y con ellos también los lujos. Entre estos recortes, el azúcar que mi padre vendía.

Lo que les contaré es acerca de mi habilidad, pero no me decido aún a qué edad comenzar con mi relato; por lo cual, lo más probable es que hagamos saltos entre las etapas de mi vida, pues cada suceso es importante en sí mismo, pero depende directamente de hechos pasados. Espero tratar de ser lo más explícito posible, para facilitarles la visión de lo que quiero compartir con ustedes.

Por ser hijo de una familia muy numerosa, no es fácil destacar en algún sentido; pues si eres bueno en algo, lo más probable es que alguno de tus ocho hermanos y hermanas mayores lo hayan sido ya antes, lo cual le quita emoción e interés a los padres de verte haciéndolo. Así fue como pasé por distintas actividades, tratando de lograr su atención en algo que me hiciera único y especial y estaba decidido a encontrarlo.

Practiqué fútbol, como 3 de mis predecesores; teatro, como 2 de mis hermanas y canto, pero la voz de mi hermana Lucía era el orgullo de mi madre y de la cual se jactaba cada vez que teníamos visitas, por lo tanto no resultó tampoco.

Pasé varios años de mi infancia sin encontrar mi distinción entre mis pares, pero gracias a Imelda, mi compañera de clase en tercer grado y su larga historia acerca de que amaba a Juan, nuestro profesor de Artes, me percaté que ya hace mucho que poseía una habilidad que ninguno de mis hermanos tenía. De hecho, no lo tenía nadie que conociera en mi vida, yo sabía escuchar.

Tal vez no logren entender cómo algo tan sencillo puede ser así de importante y definitorio en la vida de alguien, pero en un mundo donde cada individuo trata de destacar y no dedica tiempo a los seres que le rodean, escuchar se convirtió en una habilidad intrínseca y de la cual podía sentirme orgulloso y especial.

Mi madre solía planchar la ropa de mi padre, de ella y de sus nueve hijos un día a la semana, que casi siempre era el sábado. Como han de imaginarse, se pasaba el día entero en esta labor. Antes de que yo comenzara a utilizar mis habilidades en forma consciente, ella lo hacía en silencio o al son de unos antiguos boleros, que hasta el día de hoy, cuando los oigo, me transportan junto a ella en su mesa de planchar.

Un día cualquiera para ella, pero muy importante para mí, me dirigí hasta su habitación y me la encontré, tal y como esperaba, comenzando su deber semanal, con un sentir en su rostro que aún no podía yo identificar, pero que hoy por hoy, sé perfectamente que se trata de amargura, cansancio y preocupación. Volteé una silla de madera que se encontraba cerca y me monté a ella con una pierna a cada lado, como si de un caballo se tratara y puse mi cabeza sobre mis brazos, que se encontraban sobre el respaldo. Puse una mirada de profundo interés, como invitando a que mi madre me contara todo lo que quisiera compartir y guardé silencio. Eso era primordial si quería lograr que ella hablara. La miré por largos minutos, ansioso de que se fijara realmente en mí, hasta que dio resultado.

“¿No crees que sería más divertido ir a jugar con tus hermanos, que mirar cómo plancho esta gran montaña de ropa, Edward?” – me dijo dulcemente y con un notorio interés. A lo cual respondí que no; que me gustaba ver como ella hacía sus labores, pero que mientras tanto me contara algo.

“¿Qué quieres que te cuente, hijo mío? - dijo con una voz extraña, para luego dar paso a un largo silencio, que me dió a pensar por un momento que esto no resultaría, pero justo entonces, siguió hablando - ¿De lo cansada que estoy de no poder darles un mejor pasar a ti y a tus hermanos? ¿De cómo tu padre pasa mil horas al día en su fábrica, apenas para lograr pagar los salarios con las ventas que logra? ¿O de cómo todas las vecinas se burlan de nuestra triste manera de vivir?” – Ya estaba, había logrado que mi madre se abriera y yo sólo le miraba atento y con ojos de dulce comprensión, sin opinar en lo más mínimo para no interferir en lo que ella realmente deseaba contarme.

Así fue como me enteré de que la gran y feliz familia que éramos, no era sino un escenario en el cual mis padres actuaban, para que nosotros, sus hijos, nos sintiéramos seguros y no nos afectara en nuestras vidas, a costa de que ellos mismos vivieran un calvario dentro de las paredes de su habitación.

Supe también que Pedro Cortés, socio capitalista y dueño de la mitad de la empresa de mi padre, se había suicidado hace un par de semanas, notoriamente afectado por la crisis económica y para dejarles el dinero del seguro a su esposa y a su única hija Matilde; pero por no tratarse de muerte natural ni accidental, la aseguradora no pagó un peso y ellas se vendrían a vivir con nosotros, aunque para todos los demás, incluyendo a Matilde, don Pedro había viajado por negocios y no sabían cuándo regresaría.

Esto también fue un hecho que repercutiría fuertemente en mi vida; ya que en un futuro no tan distante, Matilde se transformaría en mi primer amor de juventud y la que me llevaría a dar el paso en que dejas de ser un crío y te conviertes en un hombre de verdad.

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