Jaque al rey en Formentera - Parte I

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La mañana del 10 de enero de 2020 fue anormalmente ajetreada para la unidad de policía de la paradisíaca isla de Formentera. Eran las ocho y media cuando sonó el teléfono por primera vez en la centralita. Afuera, el límpido cielo invernal todavía lucía moteado de dorados restos de la niebla vespertina, restos que se teñían de luz dorada ante la majestuosa irrupción del sol sobre las mansas aguas turquesas del Mediterráneo.

Veintidós alertas irrumpieron, una tras otra, con brutal urgencia, como afilados cuchillos que desgarraban la tranquilidad y parsimonia del lugar; gritos de auxilio, de desesperación, poniendo a prueba la cordura y las aptitudes de mecanografía de la recepcionista, una muchacha de rostro orondo y pecoso y apenas mayor de edad, en prácticas, cuyo nombre quedará sepultado en los anales de esta historia. Sus dedos teclearon a la velocidad del rayo, tragando saliva y el chicle que hasta entonces masticaba mientras respondía mensajes en Instagram, ahora sin tiempo más que para escribir, escribir, nombres, lugares, urgente, asignar, guardar, archivar, enviar.

A las nueve de la mañana, los veintidós casos habían llegado al correo de sus respectivos responsables, tres inspectores (los únicos de la isla) que tardarían horas en atar cabos. Horas que volaron, dedicadas a visitar las escenas enfundados en gruesos abrigos, sacar fotografías y subirlas al servidor central, y recibir avisos y más avisos, y parar a desayunar, seguir las visitas, comer, carajillo, llamar a casa, hoy llegaré tarde, no sé qué ha pasado, esto se está complicando. Los tres llamaron al comisario jefe entre las cinco y las seis de la tarde para exponer su parte.

Al día siguiente, los hechos se desplegaban frente a ellos como un insondable rompecabezas sin el menor sentido. Ahí empezaría la verdadera investigación, que se asignó oficialmente al inspector Medina, el más cualificado de los tres, el más veterano, el único que tenía alguna posibilidad de resolver el acertijo.

Veintidós suicidios ocurridos en un margen de cuatro o cinco horas, todos durante la noche del 9 al 10 de enero. Veintidós hombres, todos varones, de edades y razas variopintas, sin conexión aparente, sentados en sus respectivos escritorios, en sus casas, frente a portátiles encendidos donde se repetía en bucle el postrer vídeo que habían grabado antes de beber su particular cicuta.

En los vídeos, todos afirmaban con aparente tranquilidad que, en menos de dos meses, los esfuerzos de una organización de la que eran miembros desde hacía años, y que tenía múltiples y poderosas ramificaciones en los principales organismos de decenas de países por todo el mundo, llegarían a su culminación con una acción que cambiaría el rumbo de la historia. Manifestaban la inevitabilidad de aquel suceso, como si ya se hubiera producido, un suceso cuyas consecuencias serían tan horribles que no veían otra solución que acabar con sus vidas para no formar parte de aquello.

Uno de los veintidós, el más joven, apenas un muchacho de veinte años, con gruesas gafas y espinillas en el puente de la nariz, y el cabello grasiento y el brillo de la pantalla de su ordenador iluminando su mirada enloquecida, remató su vídeo con una frase que heló la sangre de cuantos inspectores lo reprodujeron en la intimidad de sus despachos.

Lo que ocurre en Turquía, dijo, es sólo la punta del iceberg. Eso era un parche, una solución rupestre que nunca erradicaría el problema. No es nada comparado con lo que va a pasar. Nadie se va a librar. Nadie. No lo podéis ni imaginar, es más de lo que deberíamos haber hecho, mucho más... Demasiado...

Nadie especificaba qué ocurría en Turquía. Nadie daba detalles de lo iba a ocurrir. Pero todo el que veía los vídeos sentía la incómoda sensación de que no estaba escuchando las palabras de un desequilibrado. Sino las de alguien verdaderamente asustado. Y al final del video, en todos los casos, bebían de una taza, un solo y largo trago, y pausaban la grabación.

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⏰ Last updated: Aug 24, 2020 ⏰

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FrenesíWhere stories live. Discover now