Cómo completé mi primera misión - Parte I

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Empezó noviembre como un torbellino, avanzando implacable hacia la orgía de felicidad manufacturada también conocida como Navidad cuyas tendencias ya se planificaban desde hacía meses en las alas directivas de la décima planta de MindCreek Solutions. Se acumulaba el trabajo en demasiados frentes, tantos que casi tenía apartado a Pol, cuya obsesión por Nerea crecía día tras día, y mi misión, que no tenía del todo claro cómo enfocar.

Por el momento, y hasta nueva orden, todo se centraba en las inminentes elecciones generales. Quedaban apenas unos días y se notaba la tensión en el aire. 

Equipos de trabajo asignados a cada partido político, centenares de noticias que publicar, económicas, personales, alianzas improbables e insultos aseguradoa. Turnos dobles, esquizofrénicas conversaciones en falsos perfiles de Twitter con algún fanático de tendencias opuestas que, quizá, simplemente era el tipo que se sentaba a dos metros en el cubículo contiguo. Todos armados con nuestros guiones, nuestros perfiles definidos hasta el menor detalle (listas de música, películas favoritas, viejos poemas de adolescencia a novios o novias que nunca tuvimos), casi sin mediar palabra entre nosotros, desde el momento en que nos sentábamos a las nueve en punto, y la tardía y fluctuante hora en que éramos sustituidos por el siguiente turno. Esa era mi jornada. Tomaba café bien cargado en el sitio, sin dejar de teclear apenas, sin dejar de publicar contenido de extrema derecha, de lo más radical, debatiendo, refutando, esparciendo los mensajes racistas y antifeministas que me habían encomendado. La negación del cambio climático era mi especialidad, y disponía de cientos de artículos de supuestos doctores de prestigiosas universidades para apoyar mis afirmaciones.

Nunca supe si alguno era remotamente verídico. Nunca me planteé si todo aquello era una especie de prueba, para ver hasta qué punto podía llegar dada mi afiliación a la MRLF, al Manifiesto, a todo lo que hasta entonces había defendido. Cuánto podía aceptar. Lo cierto es que me daba igual. Me había dejado arrastrar por la vorágine de las elecciones, de los debates, y ya sólo quería ganar. 

-Creo que te estás pasando - dijo una voz grave, irrumpiendo a través de los auriculares inalámbricos que en ese momento bombardeaban reggeaton añejo en mis oídos. Me los quité y oteé a mi alrededor. Un rostro ceñudo, amplio, de marcadas ojeras y ojos oscuros bajo unas pobladas cejas de incipientes canas, me estudiaba desde la distancia. Era Manel P., uno de los veteranos del departamento. Superada la cuarentena, taciturno, las fotografías en su escritorio lo etiquetaban al instante como padre de familia, además de sus canas, su figura avejentada y su barriga prominente, todo ello le convertían en suma en uno de aquellos seres casi invisibles que poblaban el sótano donde pasábamos los días. Era un tipo serio, un funcionario de las fake news.

-Qué pasa -dije, encogiéndome de hombros, dejandos Air Pods sobre un puñado de papeles lleno de anotaciones y dibujos varios. Creo que era la primera vez que lo miraba a los ojos.

-Te has salido un poco del guión, ¿no?

-No te entiendo.

Señaló la pantalla de mi ordenador, donde llegaban mensajes casi ininterrumpidos en respuesta a uno de mis últimos tweets incendiarios sobre la enésima catástrofe medioambiental en Centroamérica. Uno de los usuarios más agresivos, un estudiante de periodismo según su perfil, AlexSC98, apenas mayor de edad y al que imaginaba barbudo, de largo y grasiento cabello, acababa de enviarme uno bastante tajante.

Creo que deberías cortarte un poco.

Lo leí, una y otra vez, en bucle, y al poco comprendí quién lo había escrito. Comprendí también quién era AlexSC98, no precisamente un universitario defensor a ultranza del medio ambiente. Levanté el brazo derecho, casi instantáneamente, y dejé que mi dedo corazón respondiera por mí. Por el rabillo del ojo vi que Manel P. se sentaba con un resoplido, y eso me enfureció aún más. Había gente allí abajo que se tomaba nuestro trabajo demasiado en serio, que seguía las directrices a rajatabla, sin desviarse un milímetro, asumiendo que su papel no tenía más relevante, y por tanto responsabilidad, que el de un transcriptor. Así podían volver a sus casas con la conciencia tranquila y cenar con sus familias y acostar a sus hijos.

FrenesíWhere stories live. Discover now