De cómo me gané mi nombre

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Mi primera aventura fue con diecinueve años, cuando la Tierra se encontraba en un estado lamentable. El impacto de un gran asteroide había recubierto la atmósfera de polvo, matado al 70% de la población, secado casi todo campo fértil. Las facciones que quedaron se enfrascaron en guerras sangrientas por el poder y recursos. Se descubrió una nueva enfermedad: sarampión espacial. Muchos de los sobrevivientes fueron despertando grotescas mutaciones físicas, acompañadas de un irracional estado de salvajismo caníbal. Un problema que, como comprenderán, no hacía sino complicar aún más la supervivencia de una persona normal. No era yo, sin embargo, semejante cosa.

Justo me acababan de asignar a un pelotón encargado de dar caza a un grupo al que habían visto pasear por las ruinas del Munchausen Empire, un antiguo edificio de apartamentos, lo cual me hacía hervir la sangre con anticipación. Distinguirse en el ejército otorgaba, para bien o para mal, garantía de alimento, protección de grupo y compañía, siempre que se estuviese a la altura de las circunstancias, así que fui decidido a ganarme un nombre. Lejos de protestar por el peligro, tomé la delantera a mi equipo. Mostrando mi más temible grito de guerra, corrí para meterme en la boca del lobo. Pero resultó que, con tal entusiasmo marchaba, con tanto ahínco mi cabeza buscaba la gloria, que mis pies dejaron de encontrar el suelo. Pronto me vi descendiendo en picado por un inadvertido agujero.

Maldije a la despiadada fuerza de la gravedad por una caída de no sé cuántos pisos, y al feo arañazo que me provocó. Me incorporé con la intención de reconocer el entorno. Lo que vi me dejó sin aliento; no era un apartamento aquello. Me encontraba, nada más y nada menos, que en el núcleo del planeta: ¡el hogar de los mutantes, por el que ningún humano común se había paseado jamás!

Comprendí que la pequeña escaramuza se acababa de convertir en un evento mayor y digno de mi valía. Lo que hiciera debería, por fuerza, salir en los libros de historia. Abandoné mis planes de genocidio y me propuse integrarme en su sociedad para cambiarla desde dentro. Una amenaza dedicada a las letras, en lugar de a la violencia, podría, al fin y al cabo, dejar de serlo, sin derramar ni una gota de sangre.

Dominada su lengua —una asombrosa colección de jadeos y gruñidos repulsivos que, pronto descubrí, se adaptaba muy bien a la poesía— introducir el concepto del veganismo y los derechos humanos solo fue cosa de paciencia. Incluso terminé haciéndome amigo del gran sabio Gjrfgjtk, el rompe-huesos, que siempre parecía ofenderse por mi burda pronunciación de su nombre. A él le debí agradecer mi ingreso en la recién estrenada aristocracia local, bajo el título de Barón de Munchausen.

A causa de mi magnánimo poder, el de antes y el de ahora, no volvió a tener lugar una sola excursión para cazar humanos. Esta influencia se vería más tarde ampliada, pero eso iba a ser otra historia.

Las espaciales aventuras del Barón de MunchausenWhere stories live. Discover now