Tú eres el claro ejemplo.

Se sumergieron en conversaciones triviales, ignorándome. Para cualquier empleado que viera sus interacciones, ellos lucirían cual padre e hijo, mas noté ciertas expresiones y movimientos del rubio que lo delataban: Aaron Miller fingía. Como si el día no hubiese sido largo, aún había alguien que esperaba abalanzarse sobre nosotros. Una mujer salida del mismísimo averno nos atrapó mientras estábamos yendo hacia la cocina, intentando obtener hielo para los nudillos hinchados.

—No dormirás con mi hijo —espetó Rebeca, parándose junto al ventanal del pasillo principal. Giró la cabeza en ambas direcciones, comprobando que nadie se acercaba—. Quiero tus cosas fuera de su habitación.

—Ya hablamos sobre el tema, mamá —le respondió con voz hastiada, empezaba a ponerse malhumorado—. Te aclaré la situación.

—Nunca dije que permitiría esto. —Algo oscuro invadía esa mirada grisácea, sofocante.

—¿Qué pretendes? —increpó fastidiado, aumentando el enojo de Luzbel.

—Cuidarte. —Mantuvo su postura firme e inquebrantable.

—¿Y quién lo cuidará? —la pregunta logró tomarla desprevenida—. Si Patrick averigua que Dominik se fue a otra habitación...

—Puedo inventar una excusa —había mascullado, no parecía convencida.

—Sabes cómo es, creerá que discutimos y le echará la culpa. —Aaron tocó mi brazo con sutileza, pero ella detectó el movimiento enseguida—. No merece más golpes.

Rebeca suspiró pesadamente, tocándose el puente de la nariz. Ambos nos sentíamos aturdidos por esa respuesta, me resultó imposible dominar los latidos acelerados (o el cosquilleo inusual atravesando mis piernas). Seguí callado, participar en su conflicto familiar era suicida. Al final, con evidente resignación, aceptó que compartiéramos habitación. Sin embargo, como cualquiera esperaría, existía una condición: dormir separados durante algunos días. Todas mis cosas permanecerían allí, solo debía irme hasta que ella se calmara. Patrick no lo notaría mientras fuera precavido.

Aaron entendió que, si rechazaba su propuesta, iniciaría la tercera guerra mundial. Yo también lo sabía, por ello asentí enseguida. Cuando el ambiente iba perdiendo aquella tortuosa tensión, Rebeca desapareció entre los pasillos laberínticos, permitiéndonos huir a la enorme cocina. Allí nos encontramos con el cocinero, cuyo nombre olvidé o nunca supe, y un par de empleados aleatorios. Aaron, bajo atentas miradas, me puso hielo en cada herida que veía.

—¿Arde mucho? —preguntó sujetando mi mano—. Traeré algo para curarte.

Fue suficiente, no pude soportarlo.

—N-Necesito espacio —balbuceé.

Esperaba protestas, tal vez algún comentario mordaz, pero dejó que me alejara. Totalmente agobiado, fui avanzando por las amplias salas y escaleras, solo deteniéndome en nuestra habitación. Luego de tomar varios libros, abandoné el lugar con rapidez. Ni siquiera recordé llevar pijamas, ya tenía lo más vital. Deambulé absorto entre pensamientos difusos, buscando un nuevo refugio para ocupar. Requería que estuviera apartado de la contradicción errante llamada Aaron Miller. Entonces hallé una alcoba, bastante pequeña, ubicada en el ala oeste. Apenas poseía muebles simples y colores monocromáticos (derivados del negro), pero no me quejaría mientras tuviera cama. Me recosté sobre ella, esperando que los relatos grotescos apaciguaran mi desastroso corazón.

Releí la misma página ocho veces.

Cierto rubio se adentraba en el abismo infernal de mi conciencia. Tan solo ese día, sin haber transcurrido veinticuatro horas, su conducta sufrió alteraciones preocupantes: arriesgó la maldita vida por mí, engañó a Patrick, dijo que no merecía más golpes e intentó curarme. Incluso ahora, casi dos semanas después, tampoco ha mencionado lo sucedido con Fred. Descubrió que le mentí, hubiese sido normal reclamar o maldecir, pero quiso ignorar el asunto.

Odio Profundo |BL| ©Where stories live. Discover now