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La casa de mis padres continuaba siendo la misma. Los muebles estaban donde siempre desde hacía más de diez años, de tal manera que hubiese podido atravesar la estancia y el comedor para ir hasta la cocina con los ojos cerrados, sin golpearme ni una sola vez. El tapiz, de aquel color verde lima tan deslavado por los años, pero tan familiar para mí como la luz cálida de la lámpara que colgaba sobre la mesa; al contemplarlo solo era capaz de sentir paz y calidez hogareña. Luego de tantos meses lejos de mi hogar, inclusive era reconfortante el desgastado sofá reclinable tapizado en cuero, donde mi padre solía descansar y ver televisión luego de sus largas jornadas de trabajo. Cosas, detalles mínimos, se convirtieron justo frente a mis ojos en nuevas fuentes de nostalgia, y me di cuenta entonces de que, cuando menos te lo esperas, los momentos han dejado de serlo para convertirse en recuerdos.

Busqué empaparme de aquella sensación de seguridad, por lo que me dediqué a hacer hasta lo imposible por evocar la cotidianeidad de la que hasta hace no mucho tiempo atrás había formado parte. Escuché a mi padre hablar de sus pacientes, contando historias de hospital y salas de urgencias que siempre, desde muy niño, me habían resultado interesantísimas; todo eso mientras iba de un lado a otro por la cocina, ayudando a mi madre con la cena.

Ellos también me preguntaron sobre mi nueva vida, estaban curiosos de saber en viva voz tantas de las cosas que les conté por teléfono desde la mudanza. Les hablé de lo pesado que era trabajar en el estudio, y lo agotador que podía volverse dar un concierto; también que la vida de Los Ángeles no difería mucho de la de Las Vegas, pues ambas ciudades estaban activas día y noche de la misma manera.

Me contaron, ya entrados en la conversación, que en más de una ocasión habían encendido el televisor, encontrándose con Waterhunt dando una entrevista en algún canal. Me lo dijeron con mucho orgullo, y aunque hicieron hincapié en lo extraño que les resultó al principio ver el cambio paulatino de mi imagen, pronto se acostumbraron a él. Claro, no les conté lo inconforme que yo estaba con ello.

Lo único que en realidad me asombró, fue que ninguno de los dos me riñese por el tatuaje del cuello, incluso cuando ambos dejaron bien claro que lo vieron desde el instante en que atravesé la puerta. Al parecer, ellos habían caído en cuenta, mucho antes que yo, que ahora era un adulto cuyas decisiones eran solo suyas.

Como no podía ser de otro modo, eventualmente el tema de Jackson llegó a la mesa, y lo increíble fue que ni siquiera porque yo lo hubiese tocado, fueron ellos quienes lo nombraron por primera vez. Pensándolo ahora, tampoco debió ser un hecho extraordinario, puesto que ellos conocían que era mi compañero de piso y uno de mis «grandes amigos»; aquello aunado a lo bien que les caía, me preguntaron cómo estaba. Yo respondí, a muy grandes rasgos, que se encontraba bien y, de hecho, también en la ciudad.

―¡Deberías decirle que venga a cenar! ―sugirió mi madre, y mi padre la secundó.

―Está resolviendo un par de asuntos. ―Bastó solo eso para que los nervios comenzasen a aflorar en mi piel, como si, por algún motivo, ellos fuesen capaces de leerme la mente y adivinar cuales eran los pendientes que le atañían por ahí―. Pero seguramente venga más tarde.

«Si todo sale bien», añadí mentalmente.

Decidí cambiar el tema, pues todavía no estaba listo para comenzar a sumergirme en las aguas de Jackson; aún necesitaba tiempo y tener el estómago lleno para soportarlo.

Recuerdo aquella tarde como una cuyas horas se volvieron cómodamente lentas, tal vez yo me forcé a vivirlas de ese modo, pues todo mi ser clamaba por impregnarse de aquello que, sin caer por completo en cuenta, llevaba tanto tiempo extrañando. Así como recuerdo la luz azul de la casa donde conocí a Jackson, recuerdo el aroma de la comida de mi madre, o el perfume ambiental de cítricos que antes, cuando vivía ahí, siempre me pareció tan desagradable. Rememoro tu risa, así como el tic-tac del gran reloj de pared a un lado de la entrada de mi hogar, que era tan ruidoso que a veces era capaz de escucharlo tenue desde mi habitación en el segundo piso. Incluso evoco con facilidad las pequeñas discusiones de mis padres, que jamás parecían alargarse por más de tres minutos, pues comenzaban de la nada y como si nada se iban.

Al final te quedas | DISPONIBLE GRATISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora