La cafetería

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Jugueteó con el anillo en su mano izquierda, un hábito que había adquirido con el paso de los años. Como tantas otras veces, se lo quitó y analizó la inscripción de su interior. Una frase y una fecha. Para el resto del mundo, podrían no tener mucho sentido, pero, a veces, el resto del mundo no importa. Lo sostuvo entre el dedo índice y el pulgar de su mano derecha y permaneció así unos minutos. Una vocecilla le susurraba al oído, y pensó que así mismo debió haberse sentido Frodo en el Monte del Destino. Con cuidado, lo dejó sobre la mesa y siguió observándolo. 

En su cabeza, el recuerdo de una pequeña tiendecita que ya no existía en una ciudad que cada día se hacía más lejana en las profundidades de su memoria. Cruzó las manos sobre el regazo y se reclinó en su asiento. Podría levantarse y dejarlo ahí, al fin y al cabo, ¿quién iba a preguntar por él? Y, aun así, dudaba. Golpeó los dedos sobre la mesa en un gesto de indecisión. Miró a su alrededor, pero no encontró nada que le ayudara.

La pantalla de su teléfono se iluminó, mostrando un mensaje que intentaba ser de ayuda pero que no pertenecía a la persona que esperaba. Dejó escapar un leve suspiro y se llevó la mano al puente de la nariz a la vez que cerraba los ojos un momento. Los dolores de cabeza no le eran extraños esos días. A un lado, el cristal que daba a la calle le devolvía el débil reflejo de alguien que llevaba días sin dormir apropiadamente. Parecía más tiempo del que era en realidad. Aunque no sabía si eso era una buena o una mala señal. Al otro lado, una taza de café reposaba sobre una pequeña mesita, el tercero de ese día. Lo único que parecía mantener su cuerpo en pie últimamente.

A pesar del ruido, su cabeza parecía encontrarse en calma, algo que ya había aprendido a reconocer como una señal de que su mente simplemente estaba preparándose para coger carrerilla. Respiró hondo y aguantó la respiración unos segundos. Luego, expulsó lentamente todo el aire, en un vano intento de deshacerse de lo que le corroía por dentro. Pero la presión en su pecho no desaparecía. Casi sentía como si se hubiese puesto un corsé demasiado apretado, al igual que el personaje de Keira Knightley en «Piratas del Caribe». Muchos recuerdos intentaron abrirse paso a la vez en una maraña de imágenes, palabras y emociones. Sentía los latidos de su corazón contra las sienes y una sensación pastosa en la boca. Su cuerpo le pedía a gritos una buena noche de descanso, y nada le habría gustado más que dársela... pero, también sabía que, en el momento en el que su cabeza tocase la almohada, todo el cansancio desaparecería; es más, aunque lograra dormir un número de horas razonable, nunca parecían ser suficientes.

Con aparente decisión, se levantó del asiento y se dirigió hacia la salida, pero justo antes de que su mano tocase la puerta, se detuvo. Cerró y abrió el puño un par de veces, intentando obligar a su cuerpo a continuar; mas este, terco como un asno al que intentan arrastrar en contra de su voluntad, se negaba a moverse. Giró el rostro hacia donde yacía el anillo. Cualquiera que hubiese estado observando se habría dado cuenta del momento en el que la poca determinación que había reunido se desmoronaba en cuestión de un instante. Casi con vergüenza, regresó hasta el lugar en el que había estado segundos atrás para coger el anillo.

Con un último suspiro, volvió a ponérselo en la mano izquierda. Negó con la cabeza y se marchó. «En fin», pensó, «parece que la esperanza es lo último que se pierde, ¿no?».

Pequeños fragmentosWhere stories live. Discover now