El Vigilante

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“El Vigilante"
Por Janina Ibeth Flores

  

“En ninguno es la ira más peligrosa que en el que a otros castiga” —Séneca

Todas las noches se repetía la misma pesadilla. Todas las noches su mente retornaba a ese terrible momento, y una vez más, el pasado se transformaba en presente. No podía escapar, estaba atrapada en un círculo infinito, que aunque no deseaba, siempre la acompañaba. Era difícil olvidar; borrar de su mente por completo la noche en la cuál le arrebataron la inocencia y esperanza.

Aún clamaba con ira al cielo la desdicha que tuvo cuando su auto se descompuso en medio de aquella carretera solitaria, y con llantos ahogados exigía una razón por la cuál ese auto negro había pasado por ahí. Después de esa noche, nada fue lo mismo. Ni cuando despertó en una fría habitación de hospital, con moretones que cubrían todo su cuerpo y a punto de perder la razón por las cicatrices que marcaban su alma. 

No recordaba todo el suceso a detalle, tal vez un acto inconsciente para protegerse de la locura, pero lo sabía. Todo su cuerpo contaba la historia del horror que había vivido, y las miradas compasivas que obtenía del equipo médico tampoco ayudaban. 

Como estaba sola, tuvo que enfrentarse a ello en carne y hueso, sin ningún apoyo. Hacía años que no se contactaba con su madre y su padre la había abandonado de pequeña. Después de una larga terapia física y psicológica, además de descartar cualquier embarazo indeseado, le dieron de alta dos semanas después.

Ese fue el primer día de las pesadillas. En ellas, revivía el atroz evento una y otra vez; cuatro hombres bajaban del auto, comenzaban a rodearla y a lanzar sus peores galanterías. Cuando se sintió amenazada intentó prender su auto pero fue en vano.  Uno de ellos rompió el vidrio, y la jalo de un brazo, la llevaron lejos de la carretera, cerca de los bosques. Forcejeó y grito por ayuda. Nadie nunca vino y la noche fue testigo de sus gritos.

Al despertar, a la mañana siguiente, sentía como el estómago se le revolvía. Corría al baño y vaciaba lo poco que había comido la noche anterior para después sentarse en el helado piso de cerámica. Deseaba cambiar su historia, pero como en las pesadillas, era imposible.

No podía cambiar nada, y la ira poco a poco fue reemplazando la miseria.  Quería venganza, y justicia, y esos dos anhelos, lentamente fueron consumiendo lo poco que de ella quedaba. 

En sus pesadillas siempre era un testigo invisible de lo que le había sucedido. Toda esa violencia que aún marcaba su alma encendía un fuego desconocido que pronto iba a renacer. Conforme pasaron los meses, las pesadillas empeoraron, como una tormenta que se estaba desatando en su alma.

Angustiada buscó ayuda profesional. El siquiatra le recomendó varios medicamentos con prescripción que le ayudarían a dormir, en conjunto con una serie de sesiones psicológicas mediante un grupo de apoyo para víctimas en su condición.

 Víctimas. 

Eso eran para la sociedad. Ella era una víctima más en el sistema.

Cinco meses después del ataque, capturaron a sus agresores sexuales. Todos fueron a juicio pero por insuficiencia de pruebas (semen, sangre en sus uñas) y negligencia del sistema judicial; tres de ellos salieron libres.

No podía crearlo. Estaba ahí, había dado testimonio de lo ocurrido, pero nadie le creyó. Tan solo culparon a uno de ellos, el más violento, porque le había mordido en un hombro. Cuando llegó a casa, tiro todo lo que podía: los vasos, las macetas, las decoraciones de la pared. La ira la consumía y el dolor emocional se acrecentó.  

El VigilanteWhere stories live. Discover now