Epílogo

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En el consultorio de la psicóloga, en medio de una tablilla de unos quince centímetros que funcionaba como adorno y como masetero, había tres plantas.

Al final de cada sesión, ella se dirigía a una oficina que estaba tras una puerta a la derecha y me dejaba solo por un minuto. No sabía si ese era su propósito, o si solo buscaba algo, pero yo aprovechaba esos momentos para contemplar las tres suculentas, sus hojas gruesas, y las piedrillas de colores que cubrían la superficie de tierra donde se anidaban sus raíces. En medio de esa sala de colores pasteles y sillones cómodos, donde nada desentonaba, los tonos llamativos de ese adorno atraían la mirada hasta que uno las observaba tanto que ya no las estaba mirando en realidad.

La mirada es algo que se devuelve. Si uno presta atención a un punto fijo durante algún tiempo, esa atención choca contra los objetos y se regresa, y se escurre en medio del espacio entre los dos ojos. Así logra uno observar algo dentro de sí.

O quizá no. Quizá la psicóloga solo compró un adorno que le agradó y lo puso en ese sitio, y yo lo veía porque no tenía algo mejor que hacer. Pero me gustaba más creer que en la vida todo tenía un significado. Era una manera más difícil de existir, pero más emocionante también.

―Loris.

Dejé mi contemplación interior para enfocar a esa mujer de sonrisa grande, con el rostro lleno de arrugas causadas por su expresividad, que sabía un poco más de mí que yo.

―Ah, sí, no me dio mi siguiente cita.

―No va a haber siguiente cita, Loris.

Pestañeé confundido. Entendí lo que dijo, y al mismo tiempo me pareció escuchar otro idioma.

―¿Por qué no?

―No creo que lo necesites. Puedo recomendarte a otra colega, si lo deseas, pero yo considero que estás listo ahora.

No quería otra psicóloga. Había estado con ella desde que llegué a ese país, tres años atrás.

Miré las suculentas, pero ya no pude volver a esa sensación de no estar pensando en nada.

―Creí que me sentiría menos loco cuando terminara la terapia.

―No se trata de que te sientas menos loco, Loris, solo de que te sientas menos triste.

Ah... ―solté―. Bueno, sí me siento menos triste ahora. En realidad, no me siento triste. Solo cuando paso por la panadería donde venden esas galletitas que me gustan y no tienen. Cuando uno viene ilusionado, es un golpe duro.

Olivia, mi psicóloga, sonrió. Fue una sonrisa característica, esa que usaba para ponerme un punto cuando trataba de alargar las cosas. La diferencia era que ese sería el punto final.

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