Capítulo final

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Hacía frío. Incluso con un pesado abrigo y una bufanda que me cubría hasta los labios, las corrientes de viento helado de la madrugada se hacían sentir en cada zona expuesta de la piel.

No me molestaba. Ni el frío, ni la hora, ni el lugar. Lo único en que estaba concentrada en sentir era la suave tranquilidad que nos rodeaba a mí y a Loris, esa que se creaba en el agarre de nuestras manos y avanzaba por el resto de mi cuerpo.

Estábamos sentados en unas bancas de hierro en la parte frontal del aeropuerto. A pesar de la hora, una cantidad considerable de personas andaban de un lado a otro, y los carros que llegaban a dejar y recoger personas no escaseaban. Un ambiente silencioso nos rodeaba a nosotros, sin embargo, hasta el punto de que desentonábamos con el sitio y algunas miradas nos enfocaban como tratando de entendernos.

―¿Estás tranquilo, Loris? ―pregunté sin dejar de observar el cielo, aún oscuro.

―Un parte de mí sí, la otra está ansiosa ―respondió―. Pero está bien en esta situación, creo.

Asentí.

―Ahora me doy cuenta de que hay cosas a las que muchos temen, pero están bien.

―¿Cómo cuáles?

―Como las lágrimas ―respondió, y sus dedos se aferraron a los míos con fuerza―. Antes no podía llorar, no importaba qué tan mal me sintiera. Me daba una sensación rara en los ojos, como si las lágrimas estuvieran a punto de salir, pero a la vez los sentía secos. Y se acumulaba, no sabía qué era, pero cada vez sentía que se acumulaba más y más.

Su mano guio la mía hasta sus labios. Me besó los dedos con ternura, con sus ojos entrecerrados pareciendo una bella pintura, y mi rostro se las ingenió para calentarse a pesar del frío.

―Gracias por hacerme llorar, Ámbar.

Yo llevé mi otra mano para acariciar su mejilla.

―Gracias por hacerme reír, Loris.

Su mirada se topó con la mía y su sonrisa apareció. Era la sonrisa más bella del mundo.

―¿Trajiste lo que te pedí? ―susurré.

Él asintió y revisó en su maleta. De esta, sacó al pequeño Loris y me lo entregó. Yo lo tomé en mis manos y lo acaricié al igual que él lo había hecho la ocasión en que se lo entregué.

―Me gustaría tenerlo conmigo ―le pedí.

Loris lo observó nostálgico, pero aceptó.

―A cambio ―hablé mientras sacaba algo de mi bolso―, te daré este para que lo cuides.

Su rostro abandonó cualquier rastro de tristeza para transformarse en ese gesto emocionado, tan característico de él, que decoró con una sonrisa. Tomó entre sus manos a la pequeña Ámbar, que se esforzaba por sonreír, así como la real, y la llevó hasta su pecho.

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