3-Tanteando el terreno

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Note la presencia de otra persona en la habitación antes de que la pesada cortina se apartara de la ventana principal y el sol de la primera hora de la mañana me hiciera encogerme, aunque seguía con los ojos cerrados. Sylla se movió por la habitación preparando las cosas en silencio para mí mañana. Como doncella personal mía, cumplía sus órdenes con el debido silencio. Tanto si había dormido toda la noche como si me había desmayado en el suelo justo antes del amanecer, Sylla me despertaba todas las mañanas al salir el sol. Normalmente yo, ya estaba despierta, a menudo trabajando ya en mi escritorio mucho antes de que ella entrara en mis aposentos.

Sylla solía dejar que la luz de la mañana entrara en la habitación y luego procedía a encender las lámparas o velas adicionales. Recogía la ropa que yo había dejado por ahí al desvestirme la noche antes, se ocupaba de que me prepararan el baño y luego me traía la comida de la mañana. Y no era distinto cuando viajaba. Su programa nunca variaba y se agradecía que mi temperamento se hubiera suavizado con los años.

Antes se llevaba sus buenas dosis de improperios e insultos por mi parte, pero en mañanas como ésta, cuando tenía tal resaca que me quería morir, si tendía a volver a ser como aquella antigua Lena. Lo curioso era que Sylla nunca me contestaba, nunca se iba de la habitación hecha un mar de lágrimas y aún más pasmoso era el hecho de que no recogiera sus cosas y se marchara. Era una empleada, no una de mis esclavas, lo cual de por sí, era bastante raro.

Entró en el castillo cuando murió su padre, en leal solado de mi ejército que tenía cierta reputación en el campo de batalla. El día en que Eliza me pregunto si la muchacha podía trabajar para mí, hice lo que siempre hacia entonces, hace unas diez estaciones. Torcí el gesto y me encogí de hombros como si me diera igual.

Ahora bien, Eliza era otra historia. Me lo preguntó, porque era la única que podía salir bien librada de ello. Puedo decir con franqueza que en aquel entonces, si alguien salvo mi cocinera Eliza, me hubiera hecho esa misma pregunta, habría agarrado a la joven y la habría tomado delante de mis mismos hombres, y luego habría dejado que trabajara para mí. ¿Por qué? Más que nada porque podía, supongo.

Eliza era lo más parecido a una amiga que he tenido en toda mi vida. Era esposa del capitán de mayor confianza que había tenido jamás. Jeremiah era más que un soldado, era un mentor y un confidente, tal vez la única figura paterna que había aceptado en mi vida. Cuando agonizaba en un campo de batalla de la Galia, lo sostuve y vi como moría desangrado, sabiendo que poca cosa podía hacer para salvarlo.

Le dije que cualquier deseo que tuviera, si estaba en mi mano, se lo concedería. Me extrajo ese día la promesa de que me ocuparía de que su esposa estuviera siempre atendida. Cuando regresé de esa campaña, Eliza entró en el castillo.

Es la única persona de toda Grecia que no parece tenerme miedo. Discute conmigo, me echa broncas y en general me trata como a la niña malcriada que suelo ser casi todo el tiempo y yo la quiero por ello. Acabó aburrida de no hacer nada en el castillo y cuando empezó a cocinar para mí, puse el anterior cocinero de patitas en la calle. Era una diosa culinaria y mis banquetes en el palacio de Corinto, se habían convertido en la envidia de todo mi imperio.

Me incorporé sobre un codo y abrí despacio los ojos, lo cual no hizo sino aumentar mi dolor de cráneo. Me quedé mirando un momento mientras Sylla se dedicaba a sus quehaceres matutinos. Miré a la esclava que compartía mi cama. Tenía el rostro menos tenso al dormir y no pude evitar alargar la mano y rozarle los labios con la punta de los dedos. Sus párpados se abrieron de golpe, revelando unos sobresaltados ojos azules.

Conquistando a la Conquistadora (ADAPTACIÓN SUPERCORP)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora