—Pasa buen fin de semana, Zoé.

Pero antes de acabar mi frase, escucho una voz conocida en la puerta y pasos apresurados dirigiéndose hacia mí. Antes siquiera de darme la vuelta tengo a mi preciosa hija abrazando mi cuerpo con fuerza, diciéndome lo mucho que me quiere una y otra vez, como si supiera que necesitaba escuchar aquello en este preciso momento.

—Vaya, Zoé, ¿qué haces tú aquí? —le dice mi marido a mi alumna.

No hay dudas ni resentimiento, por supuesto.

Pero sé que podría haberlas si él supiera.

—Hola, Ernest —le dice, asintiendo con la cabeza a modo de saludo sin atreverse a acercarse a él—. Iba a ponerme a pintar un rato pero me ha dicho Marta que no podía.

Mi noiva me mira y me dedica la sonrisa más hermosa que tiene.

—Salimos ahora de viaje, así que ella tampoco tiene tiempo de pintar más; tendréis que dejarlo para la vuelta.

—Sí, bueno... —responde Zoé algo cohibida con la situación. Y me mira—. Nos vemos en la próxima clase, Marta.

Le sonrío y le despido con la cabeza, atada de pies y manos por mi Âme-Sylvie, que sigue apretándome con una fuerza descomunal para una niña de ocho años. Y en cuanto Zoé se va, Ernest se acerca a mí y me abraza también, reclamando sus derechos junto a nuestra hija, que ríe con las quejas de su padre.

—¿Qué pintabas, mami? —me pregunta ella, mirando ahora el lienzo frente a la ventana—. Es muy bonito.

Ernest me abraza por detrás y sigue besando mi cuello mientras balancea mi cuerpo.

—Todo lo que tu madre pinta es hermoso. Como ella.

Siento su mirada clavada en mí y me giro hacia él. Sonríe. Sonríe de forma hermosa. Se acerca a mis labios y deposita en ellos un suave beso. Y esa sensación de bienestar y de hogar me recorre el cuerpo de arriba abajo.

—Lo siento, me despisté pintando y... —me disculpo.

—Por eso vinimos aquí en vez de ir directos a casa —me explica Ernest—. ¿Nos vamos?

—¡Sí, por favor! —nos insiste nuestra hija, dando brincos a nuestro alrededor, haciéndonos finalmente reír a ambos.

Suspiro y asiento. Hay que coger un avión. No me hace mucha gracia pero no había otra forma de llegar a tiempo a Solus Blithe, la inmensa mansión que tienen los Graham en Escocia. Nos han invitado a pasar el fin de semana allí, antes de la presentación de su nuevo libro. También estarán otros familiares y amigos, incluyendo a mi adorada Carol. No puedo evitarlo, sigo fangirleando siempre que estoy cerca de ella. Y por circunstancias de la vida hemos acabado siendo incluso amigas. Ella a veces se ríe cuando me emociono demasiado en algún momento y me abraza.

Me vendría bien ahora mismo uno de esos reconfortantes abrazos.

—Si no hay más remedio...

Ernest sonríe con mi medio queja y besa mi mejilla, sabiendo lo poco que me gusta tener que volver a subirme a un avión.

—Voy a pasarme todo el viaje besándote, noiava —promete, sabiendo que es algo que siempre me reconforta durante los vuelos.

—Ay, no... —se queja Âme, haciéndonos reír.

Tapo el lienzo con un destartalado trapo y cojo mi bolso y mi abrigo, dirigiéndome con mi familia a la puerta.

—Tú no mires y arreglado —le dice Ernest, haciendo reír más a nuestra hija.

—¡Es que no quiero mirar!

—Ni falta que hace —le responde.

—Es un asco.

—¿Darse besos es un asco? —pregunto, aguantando la risa mientras cierro con llave la puerta de la sala.

—Sí —me dice ella, cogiendo mi mano y la de su padre—. Marie dice que Pierre le llenó de babas cuando se besaron.

—¿Que Marie...? —comienza a decir su padre, levantando la voz—. Tú no copies de Marie y ya está.

—Ernest... —le digo, tratando de calmarle. Luego me dirijo a nuestra hija, que creo que está realmente esperando una explicación a todo esto de los besos—. No es un asco si das un beso a la persona correcta, Âme. Cuando llegue ese momento, seguro que te gusta y no te da asco.

—Pero para ese momento quedan muchos años —remarca Ernest.

—Papi, será cuando tenga que ser —le responde ella—. El amor no entiende de barreras.

Ambos nos echamos a reír con aquella grandilocuente contestación.

—Hay que aceptar que tenemos una hija demasiado bohemia —me dice Ernest meneando la cabeza, todavía con una sonrisa en sus labios.

—¿Qué es bohemia? —pregunta ella, arrugando su pequeña frente.

—Lo que es mamá, mi vida.

Y ahora ambos me miran.

—Entonces me gusta ser bohemia —sentencia.

Ernest ríe conmovido mientras me agacho para abrazar a mi hija. Tanto su padre como ella me dan tanto amor que a veces me siento sobrepasada. Soy tan feliz, soy tan inmensamente feliz que jamás pondría eso en peligro. Por nada del mundo dejaré que eso pase.

Por nada ni nadie.


Resist (with love)Where stories live. Discover now