Prólogo.

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El repiqueteo de los zapatos, mucha gente caminando sin poner especial cuidado en sus pasos, choques de hombros, y el frío sentimiento de que nada de aquello era correcto. Personas vistiendo trajes de Versace, Louis Vuitton y Fendi, fragancias francesas o italianas y relojes de lujo en sus muñecas. Collares de Bucellati y pendientes de Harry Winston colgando de los dorados cuellos y orejas de los presentes. Gafas Ray-Ban que intentaban cubrir las notorias ojeras y la piel enrojecida por el llanto.

Noté millones de manos tocándome. Cuando en realidad sólo éramos cinco personas, cinco chicos que habíamos confiado en quienes no debíamos. Deberíamos de haber sido más. No me tocaban obscenamente, sino intentando consolarme de un dolor que nadie podría quitarme. Sin embargo, todos parecían cargar el mismo peso que yo. Uno más que todos nosotros.

La gente saliendo de la iglesia rápidamente me perturbó. Volverían a sus casas habiéndose quitado su peso de encima. Se embarcarían en los yates que descansaban en la costa y trazarían rumbo hacia sus islas privadas con tal de evadir el mundo por al menos las épocas veraniegas. Me incomodó, aún sabiendo que sería lo primero que yo haría. Me pondría un bañador de Prada y él se pondría uno de Burberry, y realmente esperaba que fuésemos los mismos y me acompañase a olvidarlo todo. Encontraríamos a nuestros amigos en la costa, para emborracharnos y salir de compras. Cargando cientos y cientos de bolsas de Armani, Gucci y Valentino. Sentía que ya nada sería lo mismo.

Aún podía sentir la sangre bajando lentamente por mis brazos, trazando líneas en todo mi cuerpo. Se suponía que las heridas eran interiores, y estas ardían aún más fuerte que las que descansaban en nuestros corazones. Dolían como si una daga nos hubiese atravesado. Tal vez muchas lo hubiesen hecho. Y de esa herida brotaba sangre nueva. Pero daba igual cómo fuese la sangre, queríamos deshacernos del dolor, yo quería que el dolor se detuviese de una vez.

El ataúd delante de nuestros cuerpos nos hacía más débiles. Ese ataúd demostraba cuán frágiles habíamos sido, cuán tontos habíamos parecido, y cuánto nuestras acciones nos habían condenado.

Ya no podíamos seguir bailando en dinero, creyendo que podría salvarnos de lo que era inevitable. Podríamos perdernos entre vestidores de tiendas caras, y gastar nuestras cuentas bancarias, pero nada nos alejaría de las consecuencias. Ni siquiera los perfumes de Dior cubrirían el olor de sangre y arrepentimiento que emanábamos.

Creo que al final, la razón por la que habíamos hecho todo aquello había sido por querer sentirnos libres. Sentirnos vivos. Pero fue como si nuestra pequeña sociedad hubiese cambiado delante de nuestros ojos, cómo si hubiésemos provocado aquella lobreguez. Probablemente lo hubiésemos hecho.

Sí, puede que nos aterrorizara saber qué habíamos cometido. Todos estábamos aislados. Intentando encontrarle algún sentido. Intentando aguantar.

He aquí a los mejores actores del desconcierto. Todos reunidos como marionetas en un escenario en el que ninguno había planeado estar. He aquí a los mejores actores de la belleza. Todos portando rostros fríos e insostenibles, fingiendo no poseer sentimientos. He aquí a los mejores actores del dolor. Todos destruido por haber creado un mundo mucho peor que en el que vivíamos. He aquí a los mejores actores de la juventud. Interpretando papeles de lo que era ser joven, peleando por tener el papel principal, fingiendo sonrisas por doquier, interpretando un quebrantamiento que sí nos pertenecía. Uno que sí era nuestro.

-¿Qué hemos hecho?

La Sociedad de la ÉliteWhere stories live. Discover now