Capítulo 8

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No estaban solos.

Si acaso antes había una escasa oportunidad de que existiese aquel tesoro, ya no. No porque esa luz al final delataba la presencia de humanos.

¿Quiénes eran?

Jade, alarmada, miró de nuevo a Lyon y, aunque no pudiese distinguir su rostro con claridad, ella le dijo con la rigidez de su delgado cuerpo que había entendido. «Estaré callada.» Lyon quitó la mano de su boca y Jade sintió el metálico peso de la pistola sobre su delicada mano. Él rodeó su mano con la suya para que ella cogiese el arma. Ahora estaban los dos armados con armas de puntería y de cuerpo a cuerpo. «Confío en ti. No lo estropees o mueres.»

—¿Qué hacemos ahora? —le susurró ella.

—Yo no me voy de aquí hasta ver con mis propios ojos lo que realmente hay —respondió Lyon.

Jade asintió con decisión.

A lo mejor eran unos buscadores de tesoros como ellos. Podían no tratarse de una amenaza, pero no lo sabrían hasta que lo viesen con sus propios ojos. Por eso, se acercaron silenciosamente hacia la luz, con cuidado de no tropezarse, pues se habían quedado sin antorchas y tan solo podían guiarse de aquella luz final en la oscuridad. El final de las minas. El final de sus vidas. Y ellos iban directos hacia ella.

Tesoro. Tesoro. Tesoro.

—Espera —murmuró Lyon, para después sacarse una petaca del bolsillo y darle un buen trago. Olía a ron.

—¿En serio? —le susurró Jade, irritada. ¿Había tenido todo este tiempo ron consigo? Ella pudo distinguir el olor gracias a su trabajo nocturno como camarera en la taberna Norteña.

—Así moriré feliz. ¿Quieres?

La expresión incrédula de Jade se incrementó hasta volverse una mueca del asco por la bebida. ¿Cómo podía ponerse a emborracharse a apenas unos pasos de descubrir quienes eran los otros intrusos en las minas? Ella negó con la cabeza, él dio otro trago y se la guardó antes de seguir.

Cuando por fin el camino se abrió paso hacia una zona más amplia y vieron que estaban en un posible punto de mira, se escondieron en silencio tras una roca y asomaron la cabeza, descubriendo lo último que habían creído posible en las profundidades de las legendarias minas abandonadas.

Armas de fuego. Armas blancas. Escudos. Pólvora, que debía de venir del otro lado del continente. Yelmos. Petos...

Había también una forja, explicando el calor insoportable, y por lo menos diez personas hacían guardia, paseándose por la zona. Armados hasta las trancas.

Era una maldita base militar inferior.

Como una avalancha de realidad, Jade y Lyon comprendieron que no había ningún tesoro. Ningún espíritu de antiguos valientes muertos en las minas, no, sino soldados que se habían estado alimentando de las historias malditas de aquel lugar para que la gente no osara aproximarse y descubrir este secreto. Ellos eran los espíritus que asesinaban a los valientes. Ellos eran el tesoro del final de las minas. Soldados de rasgos heremitas. Emblema de escorpión. Tez tostada, facciones angulosas...

Heremitas.

A Jade le contaron muchas historias sobre los heremitas. Ninguna buena. Siempre se los describieron como hombres despiadados, los únicos capacitados por experiencia para cruzar los mortales desiertos que abarcaban la mayor parte de su propio imperio. El imperio heremita. El más grande de todo el continente. El más bárbaro y cruel, seco y caluroso, remoto y desconocido. Con tradiciones inhumanas. Con gente inhumana.

Ahí, el que tuviese más esclavos era el ganador. El esclavismo lo crearon ellos. El tráfico de mujeres, cada vez más jóvenes, también fueron ellos. Sus castigos se basaban en barbaridades. Ellos no se adaptaban al mundo. El mundo se adaptaba a ellos, a su líder: el Herej, como así se hacía llamar.

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⏰ Ostatnio Aktualizowane: Apr 11, 2020 ⏰

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