El amor no requiere de tiempo

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«Ella era tan hermosa para él, como un ángel, y él se enamoró de ella»

Rapunzel, Friedrich Schulz, 1790.


«Rapunzel era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana»

Rapunzel, Los hermanos Grimm, 1812.


En cuanto fue a abrir la puerta y subirse al taxi, una ráfaga hizo que su largo cabello rubio se le enredara en el rostro. Un hombre aprovechó su distracción para robarse su transporte. Apenas pudo vislumbrar una expresión divertida y llena de picardía en esos ojos marrones antes de que él se metiera en el coche amarrillo y desapareciera. ¡Maldito ladrón de taxis!

Llegó tarde a la junta en la empresa. Gimió por dentro. Su madrastra ya la esperaba con el ceño fruncido y con ese semblante de desaprobación que era una constante cuando se trataba de Rapunzel. Sabía que traía el pelo desordenado y alborotado, y como imagen de la línea de productos para cuidado del cabello de la empresa de su padre, no podía presentarse de esa forma. Menos en público.

—Rapunzel, tu cabello —la regañó su madre.

—Lo sé, madre. Está ventoso y...

—Sin excusas, llegas tarde. —La mujer comenzó a caminar a lo largo del corredor, sin mirar si ella la seguía. Sabía que lo hacía, siempre era así—. En la noche tienes que estar impecable, es la cena con los Norton y tengo expectativas puestas en su hijo.

Rapunzel puso los ojos en blanco. Su madre, en realidad su madrastra, se había casado con su padre cuando ella era apenas un bebé, y, desde que tenía uso de razón, buscaba emparejarla con un pretendiente apropiado. Era la palabra preferida para denotar todo lo que asociaba con su estatus de heredera del reino empresarial de los McGregor, La corona dorada, dedicado a productos de cuidados del cabello y de la que ella era la imagen publicitaria.

—Pero, madre, hoy es el último día del festival de la luz. —Unió las manos en su pecho, alzó el rostro al cielo raso y dio un giro en el lugar—. ¡Ay, madre, ver las luces en el cielo...!

—¿Y mezclarte con la gente común?

—Madre, hablas como si fuéramos de la realeza. También somos gente común.

—No, no lo somos, querida.

—Alguien ha estado viendo viejos episodios de Dinastía. De nuevo —bromeó. Su madre se identificaba con algunos personajes de la serie, especialmente con el de Joan Collins, y la representaba a la perfección—. Vamos, nadie tiene que saber quién soy.

Por poco el ruego hizo parpadear a su madre. Casi la tenía, el brillo amoroso cruzó el rostro de la mujer mayor, pero de pronto desapareció y el comportamiento circunspecto retornó. En ocasiones, su madre dejaba dar rienda suelta a su cariño, aunque, la mayor parte, la apariencia de mujer de negocios y esposa de uno de los empresarios más reconocidos del país tomaba el control de su persona.

—Rapunzel —la reprendió—. No seas ingenua, tu rostro está en revistas, publicidades en televisión y gráficas en la calle.

—Pero, madre...

—Lo lamento, ya han confirmado su presencia a la cena y vas a conocer a ese joven. Es demasiado apropiado.

—Jamás me dejas hacer nada que me interese —rezongó Rapunzel.

—Hija, ya te he dicho que no me gusta que balbucees. No es adecuado para una dama de tu nivel. —Hizo una mueca de disgusto—. Ahora ve a arreglarte ese desastre que tienes en la cabeza. Debes guardar cierto aspecto.

Destellos en claroscuroWhere stories live. Discover now