Pinceladas atrapantes

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Ella contemplaba el entramado de pinceladas que conformaban el retrato de un hombre, muso anónimo de un artista ya por cientos de años fallecido.

Se sentía cautivada por aquellas facciones intrigantes, la piel blanquecina, delineada a la perfección y perfilada por cabellos negros. Los ojos, oscuros y profundos, miraban escrutadores y embargaban de emociones a quien los vislumbrara. Los labios, no demasiado rellenos y un poco amplios para la cara algo pequeña, le otorgaban aquel carácter exótico que hacía que uno no pudiera apartar la mirada.

No soportó más, tenía que alcanzar ese rostro de una vez. Hacía tiempo que lo veía desfilar, días tras día, por delante y siempre sentía la imperiosa necesidad de posar la palma sobre la tez que adivinaba tersa y cálida.

De pronto, las luces centellearon y la pintura comenzó a ondular hasta sacudirse con frenesí. La joven pegó un salto y observaba el acontecimiento con ojos desorbitados y respiración contenida. El contorno del hombre se separó del paño con dificultad, como si un intenso pegamento lo mantuviera cautivo. Una mano escapó del cuadro y le rozó la mejilla, estremeciéndola. Por la expresión de la obra cobrada vida bailaron un sinfín de emociones: veneración, alegría, esperanza, incredulidad... La existencia tan solo se hallaba a un simple paso.

—Si me ayudas, creo que podré sacar el resto de mí.

Y ella le tendió las manos. 


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