Capítulo 2

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Empezaron a caer las primeras gotas, gruesas, pesadas y muy frías. Por la ventana podía oler ya los árboles humedecidos. Tenía miedo, se podía sentir el miedo amargo, despiadado, cruel.

Empezaron los relámpagos, uno más fuerte que el otro. Cada vez con mayor intensidad. Y los truenos eran enloquecedores.

Llovió más de dos horas y ellos no volvían. Yo quedé inmovilizada, rezando que volvieran. Pero en aquel momento, el último relámpago cruzó la montaña y lo iluminó todo. (Mientras lo cuenta, se le estremece el cuerpo y tiene la mirada dispersa, como en blanco) El rayo cayó y descargó toda su fuerza en el campo, el olor a quemado, olí la muerte desde qui.

Y luego, niente, la tormenta pasó y los vecinos fueron a buscarlos. Yo no podía moverme, tenía miedo, miedo a lo peor.

Mis vecinos encontraron sus cuerpos que estaban irreconocibles, quemados como pasas de uva chamuscados.

En ese instante, sentí la ausencia de Dios, sentí el poder de la naturaleza que con furia se llevó a mi piccollo Gianni y a mio marito. Quedé sola. Sin más nadie.

È por quello che voglio andarmene, quiero olvidar, aunque sé que será imposible, pero estando qui, me siento muerta en vida. Y la vida sigue y yo debo seguir y no puedo seguir en Miranda.

—Lo siento mucho... aunque sé que no existe consuelo para tremenda pérdida. —trataba de decir las palabras justas.

La miré a los ojos, quise abrazarla, pero no pude. No encontraba las palabras justas. Sólo le tomé las manos y traté de reconfortarla. Sentí su soledad y su tristeza tan honda que le costaba respirar.

—Sabes, soy repostera. — le dije tratando de cambiar de tema para distraerla.

Y le prometí que le develaría el secreto de mi especialidad: Mousse de chocolate.

Ella me sonrió y me acarició la cara, como solía hacer mi abuela.

Subí a la habitación y al intentar dormir, zumbidos comenzaban a perturbarme, como ondas de algo intangible. Y fue entonces cuando decidí soltarlo, pero todavía al escuchar mis latidos encontraba el eco de la voz de Lucca.

Y detrás de las cortinas, abriendo el ventanal me envolvió la melodía de la medianoche mezclada su recuerdo:

Era una noche fría y húmeda. Desde el cielo un velo de nubes plomizas amenazaba atacar la ciudad que ya iba durmiéndose.

Esa noche, no tenía más planes que quedarme en casa, sin embargo, me convenció Lupe, mi mejor amiga con quien compartía un pequeño apartamento en la zona de Palermo, de ir a bailar. Ella amaba danzar y tenía facilidad para hacerlo, una gracia natural. Yo no, no era buena para el baile. Mi cuerpo estaba disociado, si mis brazos y piernas iban para un lado, mi cadera iba para el otro y ni hablar de mis pies que parecían tener vida propia sin seguir ningún ritmo. ¨Pata dura¨ me llamaba de chica mi papá mientras intentaba enseñarme pasos de tango.

Y envuelta por la insistencia de Lupe fui persuadida para caer en el lugar de bailes. No, tango, no, me decía para mí. ¿Por qué le había hecho caso de salir, si era una noche ideal para quedarse dentro esperando que cayeran las primeras gotas de lluvia del otoño?

El tango era el pasado, pesado, un estado melancólico y empalagoso, cursi, que yo detestaba. Recordar esos domingos, esos asados incluido Sebastián a mi lado con su aburrimiento, el eco de canciones con letras tristes que sólo me llevaban hacia la neblina gris. Mi papá intentando sintonizar manualmente el dial de una antigua radio que mezclaba fútbol y tango. Me había librado de Sebastián a un precio demasiado alto. Por suerte, ya no estaba en mi vida. Estaba quien sabe en qué campo del litoral contando ganado. Había sido una relación de compromiso, un pacto entre familias tradicionales que yo no habría de cumplir.

La sonoridad de tu vozWhere stories live. Discover now