Capítulo 1

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I. Miranda

El taxi me dejó en el centro de Miranda. Mis ojos recorrieron el lugar y me pareció que había llegado al patio trasero de una casa antigua. La plaza era una diminuta, simplemente un trapecio empedrado de cuyas aristas inferiores nacían varios álamos centenarios con troncos que medían más de tres metros de altura que daban sombra y frescura al lugar. Miré mi viejo reloj: las diez y veinte de la mañana. Era un jueves, de agosto, del verano europeo y estaba lejos de casa, en un pueblo de montaña de la provincia de Isernia, en la región del Molise, en Italia. Aquí, el cielo era casi transparente. El viento soplaba fuerte y todos mis temores se aplacaron. No sabía por qué razón me sentía segura y tranquila. Cerré los ojos, respire profundo y mis pulmones se llenaron de oxígeno. El aire era tan limpio que sentí marearme. El sonido del canto de los pájaros retumbaba en el silencio hondo como silbidos lejanos y los ecos de las voces de un idioma diferente al mío llegaban con un ritmo de canción en dialecto.

La plaza estaba rodeada de una baranda metálica con unas escaleritas.

Decidí sentarme en uno de esos escalones porque los bancos estaban ocupados. En uno, cuatro ancianos con boinas grises y vestidos con pantalones oscuros y camisas blancas con los puños arremangados. En el otro banco, una señora cuidaba tres niños con bermudas y camisetas quienes se escondían detrás del vestido largo y negro de la señora; sentí sus miradas clavadas en mis hombros. Alrededor de la plaza, estacionados una traffic blanca, fiats y smarts. Los lugares donde había carteles de prohibido estacionar estaban ocupados. Sonreí algo desorientada porque me recordó un poco a mi ciudad.

En los ángulos opuestos de la plaza había dos bares: abajo el Bar Mira vacío, con toldo blanco y ribetes rojos, mesas y sillas de plástico negro; arriba, el Bar Di Sopra, con mesitas de plástico rojo con la marca Coca-Cola, y algunos pueblerinos tomando su ristretto. Entré al Bar Mira y pedí un café latte. Mientras revolvía la espuma del café, noté nuevamente una opresión en el pecho, una sensación de vacío que me recorría todo el cuerpo. Salí a la calle espantada por mis propias emociones ancestrales y fantasmales.

Vamos,respirá profundo, uno, dos, tres, cuatro, cinco, me decía, fuerza, fuerza, ya pasa, ya pasa. Así está mejor. Pronto recuperé mi equilibrio.

De mi cartera saqué el mapa y lo desplegué y cotejé que los carteles me indicaban la ubicación de la iglesia, el municipio, la escuela, el castillo y la gruta. De las cuatro esquinas de la plaza salían las calles Umberto, Belvedere, Largo Fontana y Duomo.

Qui en ese cruce nacían las calles principales que funcionaban como arterias de un corazón que latía y bombeaba vida al pueblo.

A su alrededor, se levantaban casas rocosas de dos o tres pisos, todas muy parecidas pero pintadas de diferentes colores. Componían una paleta de lo más colorida y diversa: ocre, amarillo, celeste, azul, rosa, verde y naranja. Parecía una foto antigua coloreada a mano. La arquitectura era antigua, pero en esos frentes recién pintados avanzaba la modernidad. Aunque todos los pueblos tengan algo en común, pensé, este pueblo con de nombre mujer, Miranda, parecía tan alegre y calmo, diferente a todo. Había algo magnético en el aire.

Cerré los ojos y respire nuevamente fuerte hasta sentirme invadida por el perfume amargo de los malvones rojizos que colgaban de los balcones. Abrí los ojos y vi cómo el sol y el viento daban de lleno en las sábanas blancas y en toda la ropa colgada de las barandas de los balcones.

Las casas apoyadas una sobre otra, con tejas rojas, puertas altas que terminaban en un arco y llenas de ventanas semejaban antiguos espectadores de un anfiteatro romano. De las casas, se asomaban angostas calles laberínticas, semejantes a pasadizos secretos. Quise perderme en ellas, pero algo me detuvo, tal vez miedo, vergüenza o pudor de invadir un lugar sagrado.

La sonoridad de tu vozWhere stories live. Discover now