Parte 1

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El invierno había llegado, y no era solo por la nívea y fría capa que lo recubría todo: desde los campos hasta las cimas de las montañas más altas. Se llevó las manos delante de la cara y sopló, para intentar calentarlas con su aliento. El viento aullaba lastimero entre los árboles del bosque. Era hora de que encontrase un refugio para la noche, para la tormenta que se acercaba. Con las orejas y las colas tiesas, bajó de la rama en la que se había refugiado, huyendo de los depredadores más rápidos y fuertes que ansiaban devorarlo.

Sus pies se hundieron con suavidad en la nieve y un escalofrío lo recorrió. A pesar de que él apenas sentía el ambiente helado, gracias a su calor natural, llevaba demasiado tiempo hambriento y cansado, por lo que sus poderes se estaban agotando rápidamente. Lamentó en lo profundo de su alma no ser ya un zorro adulto, como su padre, al que nada ni nadie asustaba.

Pensar en su progenitor trajo un dolor y un retortijón a sus vacías tripas que casi lo hacen vomitar lo poco que aún conservaba en el estómago. ¿Cuánto hacía ya de la pérdida? ¿Cincuenta años? ¿Cien? No lo recordaba, Dios de los cielos, ¡no lo recordaba! ¡¿Cómo no podía recordarlo?! Lágrimas de rabia y furia cayeron por sus mejillas. Intentó traer a su mente los rostros de sus padres, pero fue incapaz. Tan solo podía evocar la sonrisa amable y los cálidos ojos azules de su padre y el largo y vibrante cabello rojo de su madre. Ni siquiera era capaz de recordar el aspecto de ambos en sus formas zorrunas, cuando cazaban o cuando debían huir, si es que cometían la imprudencia o la temeridad de acercarse demasiado a una población humana.

El sonido de un gruñido y del sordo andar de unas patas sobre la nieve puso a todo su cuerpo tieso. El vello se le erizó, sus colas se levantaron y las orejas se le pusieron rígidas, atentas a cualquier sonido. Maldijo por haberse abstraído en sus pensamientos y echó a correr, rezando para que el rumor de sus pies sobre el frío suelo del bosque no delatara su presencia. Se puso a favor del viento, impidiendo así que este llevara su olor al que lo perseguía.

Con el corazón latiendo deprisa en su pecho, llegó a la cresta de una colina. Entrecerró los ojos, buscando en la lejanía un lugar donde esconderse. Tal vez incluso cerca de un río. Podría hacer un agujero, fabricarse una caña con una rama y un pelo de sus colas. Como cebo algún insecto despistado. No sabía si había peces por esa zona, nunca había llegado tan al norte antes. Había pasado las últimas décadas manteniéndose en el área en la que había vivido con sus padres. Pero la llegada prematura del invierno y de la aparición de depredadores ansiosos de una buena comida lo había obligado a huir cada vez más lejos. Había esperado que no lo siguieran hasta allí. Aquellos parajes eran difíciles de sortear y más aún de vivir en ellos. Pero él era listo, era rápido y era fuerte. Su madre siempre se lo repetía cuando lo lavaba, aún en contra de su criterio, que no entendía por qué debía bañarse todos los días si total al día siguiente por la mañana ya iba a volver a estar sucio.

Las lágrimas regresaron, nublándole la visión. Se las restregó con ira contenida y bajó corriendo por la ladera de la colina, hacia la linde del bosque. Un poco más allá había una aldea humana. Estaba casi seguro de que su perseguidor animal no se atrevería a acercarse a los límites del bosque. Todos los seres que habitaban aquellas tierras les temían a los humanos mucho más que a las plagas, a las enfermedades o al hambre. Eran criaturas crueles por naturaleza, despiadadas y carentes de compasión. Era por ellos que sus padres habían muerto, era por ellos que él había perdido su hogar, era por ellos que ahora no tenía... nada.

Ni a nadie.

La rabia casi hizo que se transformara, pero se obligó a mantenerse firme y a respirar hondo. No podía perder los estribos. Ya no era un niño aun cuando, en los términos de su especie, sí lo era. No sería hasta dentro de una década más que se volvería un hombre, alguien tan alto, fuerte y poderoso como lo había sido su padre. Alguien que podría defenderse por fin y dejar de huir y esconderse. Pero para eso aún debía entrenarse más, crecer más.

Un día de inviernoWhere stories live. Discover now