Lo que queda

88 5 1
                                    

Sobre lo que queda, lo que no y lo que hace su falta

El doctor Lawn camina hasta su puesto de trabajo. Es un hombre un poco atractivo, de relucientes ojos negros, barbilla fina y cuerpo esbelto. Cuando llega, su compañero, Doris Memphow, le da un saludo, acompañado de una sonrisa.

—¡Buenos días, Lawn!

A esto, le responde con un escueto hola. El doctor Lawn no está de buen humor por las mañanas. Para ser sincero, nadie puede estar sonriente ni festivo dentro de ese oscuro edificio, excepto Memphow.

El doctor Lawn no sabe cómo se las ingenia para mantenerse con tal alegría siempre, rodeado de semejante paisaje. Si, de repente, entrase un extraño, este seguramente gritaría del miedo. Su puesto de trabajo está lleno de muestras de sangre, de batas corroídas y de herramientas de última generación. A lo lejos, puedes oír algún grito desesperado, el sonido de un martillo y los aporreos a la puerta detrás de la cual están las con las muestras para experimentar.

Si entrase alguien totalmente desconocido al proyecto y se acercase a estos recipientes, se pondría llorar. Los especimenes están apartados de ellos por unos barrotes de metal algo oxidado y sus jaulas hieden a muerte, a suciedad, a horror, a sufrimiento... En resumen, huelen a inhumanidad. Cientos de cuerpos humanos, arrancados de su casa, vestidos con una túnica de hospital. Personas, puede. Ahora mismo, simples ratas de laboratorio destinadas a un fin mayor; tal y como son tratadas, de tal manera que han acabado por perder la facultad de hablar. Tienen los músculos agarrotados y débiles. Su piel es de un enfermizo color amarillo verdoso.

Un día, el doctor Lawn fue ese extraño. Por suerte, ya se acostumbró a lo que pasa a su alrededor. O, si no, ha aprendido a cerrar los ojos y olvidarse de que todos son personas.

Lawn va junto a una jaula y coge un espécimen para poder continuar con su trabajo. Buscando a la víctima adecuada, se encuentra con los ojos verdes de una mujer. Enseguida, busca a otro.

Esos ojos son tan parecidos a los de su hija que no puede hacer más que intentar ignorarlo.

De todas formas, su hija debe estar ya muerta. Es una triste excusa, pero es la única que tiene Lawn para aligerarse la conciencia. Al menos en parte, porque no consigue deshacerse de que de eso el tiene algo de culpa. Sin embargo, se sigue repitiendo ese mantra:

Su hija, al igual que el resto de su familia, deben estar ya muerta, así que nunca la puede ver ahí, en un paisaje tan deshumanizante.

Entristecido, Lawn lleva al cuerpo manso y dejado hasta una ducha. Lo lava, pero no lo seca. Hoy le toca probar la resistencia de esas nuevas pastillas. Le da algunas y espera treinta minutos, aunque con veinte debía haber sido ya suficiente. Coge un cubo y lo llena un poco de agua. Con una esponja, le vuelve a humedecer los brazos.

El doctor Lawn antes no era malo. Ahora tampoco. Pero las cosas cambian. La forma de pensar se altera. En este nuevo presente, Lawn solo piensa en su supervivencia. ¿En qué si no? Ya no le queda nada más.

El hombre, protegido con unos guantes de goma, coge la pistola eléctrica. Comprueba que funciona y, en el nivel mínimo, acaricia con ellas las manos del espécimen.

Mimphow le ha avisado varias veces que no vaya tan lento, que no sea tan piadoso ni tan perfeccionista; sea lo que sea lo que intente. Si va más rápido hará más experimentos y, así, él no tendrá nunca que cruzar el cristal y pasar al otro lado.

Encerrarse en una jaula. Lawn tiembla en solo pensar en eso.

No obstante, eso no hace que el doctor Lawn cambie su forma de actuar. Simplemente, no puede. No se puede olvidar de lo que está delante de él, ese «experimento» es humano. Como él. Podía ser él.

Lawn comprueba que en el nivel uno no le hace daño para nada. Entonces, aumenta el nivel.

El doctor Lawn vuelve ha preguntarse para qué será todo esto. ¿Para qué necesitan tanto sufrimiento?

—No te muevas —le susurra, a pesar de que sabe que su cobaya hace tiempo perdió su capacidad de comunicarse.

Lawn vuelve a aumentar el nivel. Está casi al límite. Esta vez, tiene un mal presentimiento.

Le frota con el arma las yemas de los dedos y la palma; las muñecas. El doctor Lawn cierra con fuerza los suyos. No quiere encontrarse con los de su victima, aunque sabe que ahora están blancos.

Escribe en el papel hasta dónde aguantó la resistencia eléctrica de las pastillas. Luego le da las palmaditas en la espalda al muerto.

—Lo has hecho muy bien -y de nuevo, sabe que este no podrá escucharle. No solo porque haya perdido su facultad de comunicación, sino porque ahora ya lo ha perdido todo, no solo su humanidad. También su vida.

Lawn lleva al cuerpo con los demás que perecieron. Se contiene las lágrimas, pero hace tiempo que no le cuesta tanto. Se había prometido llorar en el mismo día que entró en ese infernal laboratorio, que parecía sacado de Franfestein. El doctor Lawn no recuerda haber tenido tantas ganas de llorar por un paciente.

Se está haciendo débil, además de viejo, decide. Se acerca a su libreta y mira lo que le toca ahora. Resistencia ígnea ganada con las pastillas. Tiene que volver a la jaula, pero le da miedo volver a encontrarse con esos ojos que se parecen tanto a los de su hija...

Muchas veces, Lawn piensa en cuánto le gustaría morir de una vez. Para siempre. Otras, piensa en escaparse y en unirse a la gente del bosque. El doctor nunca ha entendido de todo qué son, pero, de todas formas, tampoco para qué ellos tienen que crear superhombres.

Doris Mimphow deja otro cuerpo, verdaderamente chamuscado, al lado del suyo.

—Lawn, ya me he ocupado de la resistencia ígnea. Aguanta hasta el nivel doce —le explica, y luego se vuelve a su puesto de trabajo silbando.

Al doctor Lawn le revuelven las tripas. ¿Es que la humanidad se ha perdido del todo?

Personajes AnónimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora