Prólogo

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Un elfo es una de esas cosas que un ciudadano de Kul Tiras no esperaría ver de cerca en el transcurso de su vida.

Y no es que la vieja isla sea un lugar de gente sedentaria y aburrida. Todo hombre y mujer bajo el estandarte del Ancla y las Espadas cumple con un tiempo de servicio obligatorio en su poderosa armada naval, y eso incluye, la mayoría de las veces, pasar un buen tiempo en altamar.

Se podría decir entonces que todo kultirano adulto es un viejo lobo de mar, que ha visto criaturas extrañas, y a veces, fenómenos difíciles de explicar y que es mejor olvidar con una buena botella de cerveza local. O con una jarra bastante generosas de grog si solo quedaban monedas para los viejos y peligrosos bares de algún puerto.

Pero un elfo, en cualquiera de los colores que viniese, era un gigantesco NO en la lista de cosas con las que uno debería chocarse fuera de la isla. En el caso de los morados, el estandarte de la Alianza no causaba más que desprecio en el corazón de los kultiranos, y solo el temple y el sentido común del capitán de turno evitaba que los armeros del barco enviasen un saludo de hierro a los amigos de la traicionera Hija del Mar. En el caso de los rubios, los aliados de los orcos, la orden era disparar sin contemplación ni piedad. Una de las pocas cosas buenas que trajo el Cataclismo fue que la isla se volvió más difícil de encontrar, y nadie estaba dispuesto a dejar testigos de la nueva ubicación de la Armada Naval.

Es por eso que Lady Lucille Crestavia, esperando lacónica desde el cadalso el anuncio de su ejecución, no pudo reprimir la cara de asombro cuando vio acercarse a la muchedumbre el contorno de un gigantesco y estrafalario elfo nocturno.

Una hoja oxidadaWhere stories live. Discover now