Capítulo Uno

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Thomas Ames es un joven de 19 años. Nació en una familia bastante acomodada en el Estado de Massachusetts, concretamente en la ciudad de Boston. Ahora estudia, por llamarlo de alguna forma, Historia de la Filosofía en una universidad de Miami. Sus padres son los encargados de pagarle tanto la universidad como un piso en el centro para él solo y, además, todos los caprichos que se le puedan antojar. Su claro pasotismo ante cualquier asunto se debe en gran parte al consentimiento que ha tenido toda su familia con él, pero ahora Thomas estaba a cientos de kilómetros y nadie podía toserle nada, nadie podía vigilarle ni emitir un juicio de opinión, aunque seguramente él no haría esfuerzos por escucharlo.

El calendario marcaba el día 8 de Julio, Thomas tenía vacaciones y debería estar estudiando las asignaturas que había suspendido por la cantidad de faltas de asistencia, pero él encontraba más adecuado para aquel momento pasarse las horas muertas en frente de la consola; a eso él lo llamaba productividad. La mayoría de sus tardes se podían resumir en bebida energética de medio litro, unos cuantos canutos y el mando de su consola aferrado a sus manos. Aquella tarde estaba jugando a su género favorito de videojuegos, el típico en el que te equipas con un arma a tu elección y a matar a diestro y siniestro. Le encantaba fardar cuando le salía una buena partida, y sus vecinos no soportaban cuando le salía una pésima.

-¡¿Por qué siempre me tienen que meter en el equipo de los inútiles?! – dijo alzando cada vez más la voz, anunciando los sucesivos gritos que venían después. -¡¡NO TE DEBERÍAN DEJAR TENER CONSOLA, MANCO DE LOS COJONES!!

Al terminar la partida se levantó del sofá y apagó la consola directamente desde su botón de apagado sin importar los datos que se pudieran perder o los daños que se pudieran hacer en la misma, el cabreo no le hacía pensar en ese tipo de detalles. Volvió al sofá para tumbarse, encenderse el tres papeles que ya se había casi consumido y continuar acordándose de esas personas que, como él algunas veces, también habían tenido una mala partida.

-No pueden dedicarse a otra cosa como al Tetris o al Comecocos... Tienen que venir a arruinarme el día. – masculló entre dientes. Tras un largo tiempo refunfuñando, se dirigió hacia la mesa para liarse un cigarro e intentar relajarse, pero descubrió que ese día había acabado con todas sus existencias. –Sin duda, hoy no es mi día. – cogió las llaves y bajó al estanco que tenía un par de manzanas al este de su casa. No había ni un alma por la calle y eso que ya había entrado el verano, no había preocupaciones por el clima, aunque sí que las había por el trabajo. ¿Pero se encontraba toda la humanidad trabajando en aquel momento?

Abrió la puerta del estanco y sonaron los típicos cascabeles que colocan encima de la puerta para avisar al vendedor de que entra alguien. Es algo bastante funcional pero hacen un ruido de lo más molesto. Thomas se acercó hasta el mostrador y detrás de él se asomó un hombre de avanzada edad, que parecía conservar ese trabajo porque ya no había otra cosa que le motivara ni nada que le ofrecieran. Pero era un hombre entrañable y Thomas seguro que era uno de sus clientes más asiduos, los dos tenían sus rarezas así que se llevaban bien.

-Thomas, qué placer verte. Dime en qué puedo ayudarte.

-Necesito un paquete de tabaco de liar. Si tienes alguno mentolado bien fuerte me vendría de perlas.

El buen hombre se giró para buscar lo que Thomas había ordenado. De repente éste sintió la mano de alguien tocar su hombro. Se giró y reconoció al instante la cara de la chica. Era Heather White una gran amiga y con la que compartía muchísimos de sus gustos. Solían pasar las horas y los días en casa del uno y del otro, haciendo de las suyas o simplemente disfrutando de la compañía mutua. Eso era así hasta que Thomas empezó a frecuentar no muy buenas compañías y descubrir no muy buenas aficiones.

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