—Vuelve a casa, Raisa. —La sombría voz que nace desde la persona de pie en la mitad del campo, retumba también en lo más profundo del infierno—. Ven conmigo, hija.

Y de repente, los truenos empiezan a quedarse atorados en el cielo, estallando ahí arriba y resquebajándolo cual cristal. Arriba se abren grietas luminiscentes, y cual lupa puesta al sol, marcan líneas de luz que al llegar al suelo, estallan en millones de chispas hasta convertirse en un seres brillantes de alas blancas y monumentales que llevan en su mano una gran espada de cristal.

—¡Capturen a la luz de Dios! —ordena uno del grupo al mirarme por encima del fuego, mientras más de esos mismos destellos siguen cayendo en diferentes sitios.

—¡Prince! —grito, pero no parece escucharme. Al igual que River, que no sé en qué momento precisamente apareció, prestan mayor cuidado al grupo de ángeles que se dirigen a ellos. Pero a mitad del camino, una mano captura mi brazo y tira de él, volteándome hacia el causante—. Drac, ¿qué haces? ¡Quiero ir con él!

—No podemos pasar por ahí —me indica.

Contemplo los cortes de la tierra que de pronto escupen chorros incandescentes cual aspersores incontrolables, separándonos de los seres celestes, rociándolos cuando intenta acercarse hacia nosotros.

—Samael te protege —dilucida Drac.

Pero así como él mantiene la mirada perdida en alguna de las grietas, con el rabillo del ojo distingo a la silueta que, desde lo alto del cielo, desciende a gran velocidad. No es un ángel, pero me basta definir las grandes sombras que se estiran a sus costados para saber de quién se trata.

El aire me es arrebatado de mis pulmones cuando, cual proyectil, la silueta voladora se abalanza sobre Drac, impulsándolo lejos de mí.

Con violencia el cuerpo de Drac impacta el alambrado, enredándose de tal manera que lo arrastra todo el camino hasta casi la mitad del campo, sitio en el que aterriza y resbala hasta caer por una de esas grietas ardientes. Y puesto que estábamos muy cerca el uno del otro, gracias a la inesperada intervención yo termino en el suelo, observando al muchacho alto permanecer de pie en frente de mí.

—Creciste bien, Raisa. —Se acerca lentamente y me pierdo en ese par de ojos grises que palpitan, convirtiéndose en dos esferas absolutamente negras, salvajes y atemorizantes.

Tiene el cabello castaño rojizo despeinado por completo, sus alas negras se estiran sobre su cabeza, triplicando su tamaño, apuntando hacia el cielo en forma de filosas estacas. Su piel luce pálida en comparación a los diseños negros que se distinguen en todo su torso desnudo y brazos expuestos, como tatuajes, no obstante, estos yacen por debajo de la piel, como si fuera su propia sangre.

Avanza hacia mí, se agacha y, tomándome de la chaqueta me levanta del suelo, desgarrando un poco de la tela con sus filosas garras negras.

—¿Qué mierda haces? —grita River desde el otro lado mientras envia a un ángel en una larga caída hasta el infierno a través de una patada—. ¡Calev! —grita, y otro ángel le salta encima con su espada apuntando hacia él. Apenas consigue esquivarlo.

Samael se encuentra en una situación similar, rodeado de alrededor de diez ángeles que lo atacan sin descanso alguno.

—De los cuatro, yo era el monstruo —dice de pronto, devolviendo mi atención a su isombría sonrisa, poniendo en evidencia las dos filas de puntiagudos colmillos—. Me creaste como la rebelión, como el reflejo de todo ese iracundo deseo por escapar del infierno... Pero mírame aquí, disfrutando de cada momento ya que después de tantos años, por fin obtendré la libertad.

Su expresión, su semblante, la manera en la que habla...

—¿Scott? —parpadeo.

—No, princesa, Calev.

De pronto siento el dolor agonizante de algo enterrándose en centro, robándome el aliento e incluso el poder para quejarme o siquiera gritar.

Mis ojos pronto se nublan, y al mirar hacia abajo, encuentro su mano enterrada en mi vientre.

La mancha sanguinolenta no tarda en aparecer, al igual que el inesperado desenfreno de las sombras quem de forma caótica y movimientos anormales, trepan por las paredes de las grietas y luego se arrastran por el suelo, arrojándose sobre los ángeles y desmembrándolos.

Sorprendida me encuentro, porque esto jamás lo esperé, no obstante me siento tremendamente... aliviada.

Mis ojos buscan a Prince, pero a pesar de que no lo encuentran, me llevan a comprender el motivo de mis sentimientos por él. Es un atractivo. La muerte incita, seduce, atrae, haciéndote perder el juicio y la razón. Eso es lo que deseaba aquella niña extraviada que pasó gran parte de su niñez entre demonios, la Muerte.

Anhelaba a la muerte más que cualquier otra cosa en el mundo pero, ¿sigue siendo así?

Y si hay algo que esa niña jamás imaginó, fue que quien podría otorgársela al final de todo, resultaría ser aquel desobediente de sus propios orígenes: la Rebelión.

—Creaste monstruos inmortales que jamás podrás controlar porque eres débil, Raisa, una insignificante y mortal humana con poderes extraordinarios, pero manipulable al antojo de cualquiera. Yo no serviré a alguien así. —Puedo verlos una vez más, a sus filosos colmillos, manifestando la realidad de las cosas.

El dolor se reparte al resto de mi cuerpo cuando se aleja, y ya que no poseo fuerzas para mantenerme de pie, de inmediato caigo al suelo de espaldas.

Mis ojos se nublan por un momento y me quedo muy quieta, aguardando por el inevitable final.

¿En verdad esto es lo que deseaba? ¿Deseaba a la muerte más que a nada más?

Sí, así solía ser.

Pero es ahora que no estoy segura de quererlo.

Entonces, ¿qué es eso que quiero en realidad?

Intento enfocar la figura borrosa de Scott, y es al recordar el primer día en el que lo vi, que soy consciente de las espesas lágrimas que ruedan sobre mis sienes hasta perderse en las entradas de mi cabello.

Ser una persona normal, tener una familia y enamorarme de verdad. Ser fuerte y también disculparme con él por todo. Por haberlo olvidado.

—Scott, cuánto lo siento.

Me cuesta respirar.

Estoy muriendo, y lo más ilógico de todo, es que a pesar de que pude salvar la vida de la muerte, no puedo salvar la mía propia.

Mis párpados se tornan pesados, e inesperadamente un nuevo rostro aparece ante mí.

No lo conozco, pero aunque luce como esos otros seres que bajaron del cielo, con sus alas blancas y una espada de cristal, este irradia una especie de energía que me resulta cálida y apacible.

Mis párpados se sellan, el mundo viene y va.

—Tres segundos. —Escucho que dice. Es una voz lejana y para nada familiar. Me gustaría preguntarle a qué se refiere, pero no me quedan fuerzas, no puedo respirar e incluso creo que vomito sangre.

—Uno —susurra y siento como si acabara de recibir una fuerte corriente eléctrica—. Dos. —Vuelvo a escupir sangre. —Tres—. Todo se vuelve oscuridad.


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Amando la Muerte ✓Where stories live. Discover now