Bajo la tormenta

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Curufin chasqueó la lengua hastiado mientras observaba desde el interior del reino subterráneo, la lejanía del camino que conducía a las puertas de Nargothrond. Años atrás le hubiera roto el corazón morar en un lugar tan lúgubre y cubierto bajo la luz del mundo, pero ahora aquella fortaleza le parecía sublime y poderosa, el lugar perfecto para calzarse una corona que no era suya y nunca lo sería.

Finrod Felagund, monarca de la región, había marchado con Beren a recuperar un Silmaril de la corona de Morgoth y eso lo disgustaba tanto que de solo pensarlo le ponía la cara en rojo fuego y montaba en cólera con rapidez al creer que nadie más que él y sus hermanos eran dignos de las joyas de su padre, pero en aquel momento, el rosado que se le teñía en las mejillas tenía otra razón. Había algo más en aquellas puertas que joyas, elfos o muerte.

—Bah, Celegorm. —soltó de mala gana en un tono de voz alto que retumbó entre las altísimas paredes excavadas en la roca y llegó a oídos de su hermano, apostado a las puertas del reino—. ¿Cuánto más estarás allí? Te convertirás en una estatua. —bromeó, aunque con la intención de enfadarlo, pues ya estaba harto de ver todos los días el mismo cuadro aburrido al cruzar ese pasillo.

Celegorm, sin embargo, no se movió. Continuó de cara al camino con las manos echadas a los lados de su cuerpo altivo, aunque cansado. Al no obtener respuesta, Curufin dio unos cuantos pasos hacia la salida, pero no llegó con su hermano cuando un trueno estruendoso retumbó en el reino.

—Lloverá más tarde. —anunció Curufin, simulando un tono más amable para su hermano y aconsejó—: Será mejor que entres, parece una tormenta grande. Será peligroso. —Celegorm apenas si giró el rostro por sobre su hombro y se mantuvo quieto por unos segundos, pero pronto devolvió su seriedad y su silencio hacia el camino. Curufin bufó intentando liberar con ese aire el enfado que le venía y con una venia de su mano hacia abajo, se alejó—. Haz lo que quieras. —masculló cabrón. 

Dos horas más tarde, las que para Celegorm se sintieron más como dos minutos, el elfo suspiró pesado y desilusionado y se dio media vuelta de regreso al interior del reino cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre su cabeza. Ya era casi la hora de la cena, por lo que al cruzarse en el piso de los nobles con su sobrino, este habló animado:

—Ve a lavarte rápido y prepárate, pues la mesa está servida y nos esperan para iniciar. —informó un muy joven Celebrimbor, hijo de Curufin, que iba de camino al comedor principal. Esto lo dijo con una sonrisa despreocupada que se le fue borrando del rostro conforme el de Celegorm permanecía inexpresivo y desinteresado.

—No me esperen. —respondió seco el rubio de espaldas a su sobrino y se adentró en su habitación.

—Pero... —Quiso replicar el muchacho y la puerta de la habitación de su tío se cerró brusca en su cara—. Bien. —resolvió por lo bajo, pues supo que insistir agravaría más lo que fuera que lo tuviera enfadado en ese momento.

Detrás de la puerta, Celegorm observó la soledad de su cuarto; el brillo tenue amarillo que despedía su lámpara de ámbar, que desde que todo comenzara parecía más desteñido de lo usual.

Celegorm sabía que solo era apreciación de su mente, pues el fuego era el mismo, la roca que iluminaba el cuarto también, por lo que no podía deberse a una falla del artefacto, sino a cómo él estaba viendo su vida a través de un cristal figurativo y melancólico. Sentado en el borde de su cama, reflexionó sobre lo acontecido y sintió que la garganta se le hacía un nudo. No era como que no hubiera llorado antes, pues recordaba de pequeño algún que otro berrinche o el haber llorado por caerse y hacerse daño, pero esto era distinto. La campanilla detrás de su garganta parecía retorcerse y una burbuja de angustia le ganaba la cavidad traqueal impidiéndole respirar con normalidad. 

Bajo la tormenta | Celegorm One - shotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora