Hora Once

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Quince minutos después de las once de la mañana sonó el despertador, pero no hacía falta escuchar su repiqueteo pues tú ya estabas de pie. Te preparaste un desayuno rápido al mismo tiempo que recorrías las habitaciones recogiendo ropa sucia y tazas vacías. Llevabas una toalla anudada al cabello y sobre el cuerpo unas bragas y una camiseta blanca. Siempre fuiste una chica bonita, sin embargo, esta mañana soleada de cielo azul y nubes ausentes, te encontré radiante. Si te hubieses detenido, aunque fuera por un solo instante, habría podido esculpir tu piel de porcelana, tus ojos colosales, tu figura esbelta y pequeña, tu cabello ondulado, tan negro como tus pupilas, y esa mueca tierna que desembocaba en hoyuelos en tus mejillas. Esa misma belleza sencilla y cautivadora fue la que atrajo a Marco a tu vida, no obstante, fue tu armonía interior, tu inteligencia, la parsimonia de tus pasos y la convicción en tus anhelos lo que terminó por enamorarlo. Te amó siempre, que no te quepa duda. Me duele saber que te echará de menos, que tu ausencia le carcomerá las entrañas y que habrán de pasar años antes de que deje de pensar tu nombre todas las mañanas.


Marco despertó temprano, como era habitual, te miró dormir y respirar profundamente. Sonrió al percatarse de tus cabellos enmarañados y se acercó a apartarlos de tu frente para después depositar tres besos dulces y acolchados. Ese fin de semana tenían previsto viajar a Italia. Allí conocerías a tus futuros suegros y durante la visita se haría el anuncio formal del compromiso. No es que fuera un secreto, ya todo el mundo lo sabía, pero la madre de Marco ansiaba tenerte de frente; quería verte a la cara, darte un abrazo apretado de madre italiana y cocinar para ti alguna delicia local. Qué pena que no llegará a conocerte, de haberlo hecho, te habría querido como a una hija, estoy seguro de ello.


Algunos kilómetros al norte, en el suburbio parisino de Saint-Denis, Abdelhamid Abaaoud repasaba el plan, los objetivos y la ruta. Estaba preparado para morir. Tenía la certeza de que así tenía que ser, una vida por otra, un ojo por otro. No era la fidelidad a sus creencias lo que lo impulsaba a liderar aquella misión, era el resentimiento, el odio profundo a lo que le fue negado, la rebeldía, y la aberración a lo cotidiano. Él no quería ser un delincuente más, él quería ser recordado, especialmente por aquellos que sólo le otorgaron rechazo y recriminación. Por eso estaba ahí, revisando mapas, radio - comunicadores, armas y explosivos. Fijó la vista en el cinturón de color negro, en los cables, en los bloques de peróxido de nitrógeno y en el detonador. Se encontraba sereno, caviloso y resuelto. Si lo hubieses visto, también habrías sentido escalofríos.

El último díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora