IV

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Se encaminaron por una senda al lado de la casa desocupada cerca de la torre de electricidad, el camino en descenso se reducía de tal forma rodeado por alta maleza que solo podía transitar una sola persona, por lo que  Servando marcaba el camino seguido de Pablo, ambos marchaban en silencio.

El cielo estaba despejado, a pesar del intenso sol del medio día corría la brisa refrescando la piel sudorosa y enrojecida.

Habían recorrido un buen tramo cuando Servando se detuvo, Pablo iba distraído contemplando el paisaje por lo que casi choca con la espalda de Servando al detenerse abruptamente. Este hizo una pausa, luego avanzó a su derecha a un lado del camino adentrándose y posteriormente perdiéndose entre la maleza  mientras le decía:

-¡Espera aquí un momento!, ya vengo, no te muevas- Pablo escuchó los pasos que se alejaban y la voz de Servando  se fue perdiendo hasta que solo quedo el silencio.

Servando desapareció antes que Pablo pudiera decir algo, desconcertado esperaba en la mitad del camino sin mover un músculo, como si lo que le había pedido Servando fuera una orden que debía cumplirse literalmente. Estaba paralizado por el miedo, como si el dar un paso o respirar estuviera mal, estuviese prohibido, condenado, como si un movimiento cambiara algo de aquel paraje desolado.

La brisa movía las hojas de las plantas silvestres, pequeñas mariposas amarillas revoloteaban en parejas entre las hojas y luego desaparecían como si las plantas se las tragaran.  Una gran mosca paso rápido cerca de su oído, a lo lejos un pispirillo cantaba y luego seso, como si al percatarse de que era escuchado, decidiera que era mejor guardar silencio.

El silencio lo dominaba todo, hasta los grillos parecían ausentes. Era un silencio pesado, sofocante, expectante, ese tipo de silencio preámbulo a un acontecimiento, ese silencio que parece anticipar la llegada de un cataclismo, de un tornado, el silencio previo a un accidente de tránsito, al accionar de un arma, un silencio incómodo que no advierte nada bueno.

De pronto Pablo sintió que algo se acercaba, era el sonido de pesadas patas al caer sobre la tierra, de pezuñas de un caballo o de un pesado toro.

No sabía a ciencia cierta por cuál dirección  se acercaba, si por un costado, si venía de atrás o de frente. El aire parecía jugar con el sonido, desviando el eco en la dirección que le viniera en gana. Pablo miraba en todas direcciones, cuando giró hacia atrás, sintió un fuerte golpe en la espalda que lo derribo al suelo. Algo lo había embestido, lo había atropellado con mucha fuerza, como si lo hubiese arrollado un auto. El golpe y la sorpresa le habían quitado el aliento.

Su mundo giró, se puso de cabeza, su rostro estaba contra la tierra negra del camino, estaba tendido en el suelo, las plantas silvestres parecían que giraban, que se movían, que se abalanzaban sobre él, seguido de fuertes y rápidos golpes en su cabeza y por todo el cuerpo. Eran como gruesas, pesadas y macizas lanzas que venían de todas partes, golpeando cada parte de su cuerpo.  El instinto hizo que se cubriese el rostro, pero aquellas lanzas peludas le habían fracturado el brazo, la muñeca, tenía sangre por todo el rostro que se le metía por los ojos y las fosas nasales mezclada con tierra y polvo.

Pudo ver el pelaje negro, era un animal, vio la pequeña cola y unas pezuñas que distinguió con mas detalle cuando una de ellas  cayo directo sobre su  rostro dejándolo sin sentido.

Servando regresó al sendero, por la misma dirección que se había ido, caminando despacio y sonriente. El cuerpo de Pablo estaba atravesado en medio del camino, el rostro lo ocultaba un arbusto de flores silvestres.

El chivo daba patadas y cornadas con sus largos y punzantes cuernos salvajemente.  Era un chivo negro del tamaño de un potro muy pesado pero fornido casi adulto, un macho cabrio de grandes cuernos en forma más o menos de lira, su pelaje se veía duro y completamente negro, tan negro que con los rayos del sol de mediodía cayendo directamente sobre él producía un efecto tornasolado entre tonos naranjas, azules y rojos como si su pelaje exhalará llamas de fuego. Sus patas eran fuertes y gruesas, su pezuñas parecían forjadas en acero y sus ojos resplandecían con un destello rojo que lo convertía en un animal fuera de este mundo. Un animal demoníaco traído desde las profundidades del mismo infierno.

El cuerpo de Pablo ya no se movía. Servando observo con sus pequeños ojos inexpresivos la escena absorto e inmóvil, como cuando miraba hacia un punto fijo en la curva cerca de la torre eléctrica, veía como el animal destrozaba furiosamente el cuerpo de Pablo.

Por unos minutos el cuerpo de Pablo no fue más que un bulto que el animal lanzaba por los aires de un lado a otro, un bulto que parecía odiar, que destrozaba con mucha ira.  Al final el animal se canso alejándose del cuerpo maltrecho y sangrante de Pablo.  Mientras el animal masticaba pasivamente las hojas silvestres que iba encontrando a su paso al lado del camino,  Servando se acerco lentamente al cuerpo de Pablo, se quedo viéndolo por un rato.  El cuerpo estaba contorsionado sobre el camino, tenía las ropas rasgadas, sucias, llenas de sangre y tierra mezcladas. Las piernas y los brazos estaban en una posición antinatural, claramente se veían las fracturas, las magulladuras, parecía un muñeco de tela arrojado y olvidado en un rincón sucio y polvoriento. De su rostro no quedaba nada, era irreconocible, solo era una masa informe de sangre y cabellos.

Servando se agachó y tomó por las muñecas el cuerpo de Pablo atravesado en la vereda, lo situó paralelo al camino. Luego Servando se dio la vuelta, tomó de nuevo las muñecas del cuerpo de Pablo a su espalda, como si sostuviera los brazos de una carretilla y tirara de ella a su espalda.

Servando arrastró el cuerpo de Pablo sin mucho esfuerzo por el camino de tierra solitario en ascenso, en dirección opuesta.

Llegó el atardecer de aquel soleado y fresco Domingo, el sol iluminaba las montañas del este de la ciudad, sepultando en la penumbra las montañas del Oeste.  En el páramo, en una humilde casa rural construida sobre una loma que daba a la calle principal, un octogenario, robusto, de piel blanca, sonrosada, con un viejo sombrero de tela sobre su cabeza, vestido con una camisa naranja a cuadros manga corta, un pantalón de tela marrón, calzado con un par de pantuflas que dejaban ver los gruesos y pálidos dedos de sus pies, sentado en su silla de ruedas, miraba a los caballos y búfalos pastar tranquilamente en el gran potrero frente a su casa.

Detrás, en el patio de la humilde casa color crema, encerrados entre paredes de bloque a media altura, protegidos por un techo de zinc, dos obesos cerdos, sucios y mal olientes, se deleitaban comiendo su alimento, la masagua de variedad de colores, ramas, flores y restos de comida mezclados con excremento que dejaban ver un dedo índice arrancado desde la raíz que uno de los cerdos esta a punto de engullir.

El Cabrio Negro Where stories live. Discover now