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Sentado en la mesa de comedor, Pablo tomaba los primeros sorbos de café.  Tenía la mente dispersa, bebía de la taza el café automáticamente pensando si ese Domingo continuaría con el trabajo o daría un paseo por la montaña.

Pablo vivía en un pequeño departamento tipo estudio, anexo a la casa donde se crió, herencia que le habían dejado sus padres.  Constaba de una habitación, un baño, cocina comedor y una segunda planta donde tenía su taller en el que pasaba la mayor parte del tiempo frente a la máquina de coser, un trabajo de artesano fabricando carteras hechas en cuero, encargados por pequeñas tiendas de la  ciudad.

Su celular a un lado sobre la mesa marcaba las siete de la mañana,  por la ventana a su derecha que daba al patio, se veía el día claro, despejado, asomándose el sol a través de las nubes con sus primeros rayos de luz.

Tenía un pedido pendiente por entregar, la fecha límite estaba pautada para el Martes,  ya llevaba más de la mitad adelantado por lo que podía tomarse la mañana entera para dar un paseo.

Le gustaba salir los Domingos por la mañana, las calles estaban solitarias, el camino hacia el Páramo estaba libre de tráfico y transeúntes,  por sobre todo, libre del molesto ruido de las motos chinas que manejaban obreros y campesinos de la zona.

Preparó el desayuno, amasó una delgada pero ancha arepa, cuyo radio ocupaba casi todo el budare que acompaño con un huevo frito y otra taza de café.  Todas la mañanas para despertarse tomaba tres tazas de café, la última luego del desayuno acompañado de un cigarrillo que fumaba tumbado en la poltrona del patio, donde con solo levantar un poco la vista podía ver el paso de nubes en el cielo.

En la habitación se calzó los viejos y rotos zapatos deportivos blancos, se colocó un pantalón deportivo viejo y se dejo puesta la misma franela con la que durmió.  Se colocó una gorra negra sin marcas ni logotipos y ajusto en su brazo derecho el brazalete donde metió su viejo celular Nokia, las llaves, unos cuantos billetes y la cédula.

Se planto frente al espejo contemplando su figura, el reflejo del espejo le mostró un hombre de más de treinta años, delgado de mediana estatura, piel blanca, rostro cuadrado huesudo, cejas pobladas, ojos negros profundos bien metidos en sus concavidades, nariz puntiaguda de perfil romano, labios finos, y la espesa barba descuidada de unas cuantas semanas.

Pablo vivía a cuarenta y cinco minutos de la ciudad, en el lado oeste en un caserío rural, al píe de la montaña.

Salió de casa rumbo a la montaña por el empinado camino que ofrecía una hermosa vista de la ciudad, por el cerro que cercaba el valle donde esta se ubicaba.

La carretera era estrecha, variaba entre tramos de concreto con surcos o como le llaman regresiva y asfalto frío que con el tiempo las piedras se soltaban y convertían el camino en algo similar a un camino de tierra.

Anduvo por un trecho de regresiva muy empinado, tan empinado que podría calcularse una inclinación de más de setenta grados.  Aquellos surcos diagonales en el suelo de concreto le recordaban un programa de TV que veía de niño.  Era un programa de concurso que se llamaba los Gladiadores Americanos, en el participaban hombres y mujeres atléticos en contra de musculosos y fornidos hombres y mujeres sobrehumanos. Las pruebas a las que se sometían tenían obstáculos, debían pasar por tramos con anillos colgantes, tramos de troncos acolchados que giraban y altas paredes de escalada al mismo tiempo que se enfrentaban con los poderosos gladiadores.

Había una prueba que era como una especie de plataforma muy inclinada. En ella estaban colocadas unas correas como las de las caminadoras, eran correas negras con lineas blancas que se movían en dirección contraria mientras el participante corría sobre ellas tratando de alcanzar la cima. La cuesta inclinada le recordaba esa prueba, imaginando que los surcos en el suelo se movían hacia abajo mientras él caminaba hasta lo que parecia ser la cumbre de una pared.

A la derecha del camino por la cuesta empinada había una pared de tierra, huella de antiguas excavaciones para trazar la vía .  A la izquierda una desviación que conducía a otro camino de tierra, cerrado por un viejo portón asegurado con cadenas y un gran candado.

Detrás del portón se veía una gran extensión de terreno atravesado por un estrecho camino sinuoso que conducía primero a una pequeña casa con garage, encerrada en una cerca con estacas de madera y alambre de púa, la construcción era una cabaña hecha con paredes de concreto y techo de madera y tejado.  Más allá protegida por otro portón y que desde el camino hacia el páramo a unos trecientos metros ocultaban tres grandes pinos rojos silvestres, estaba la construcción principal. La casa pertenecía a la familia de su antiguo amigo de la juventud, que con el tiempo esta se transformó en una granja.

Siempre que Pablo pasaba por allí contemplaba atento aquella casa, buscando con la mirada entre la maleza y las construcciones a su amigo o por lo menos ver las cabras a las que este se dedicó a criar. Pero en aquel momento se mostraba un paisaje desolado donde solo se escuchaba el viento y no se veía una sola cabra pastando en los alrededores, tampoco se escuchaba el balido que ellas emiten, solo se veían las casas solitarias y el viejo Renauld oxidado estacionado en el escueto garage de techo de asbesto frente a la casa principal.

Pablo llegó a la cima de la empinada cuesta que terminaba con una pronunciada curva hacia la derecha, luego de caminar unos metros se encontró con un descanso despejado que le permitía ver de nuevo la propiedad de su amigo esta vez desde otro ángulo, en la que podía ver la parte trasera de la casa y los terrenos cultivados aledaños.

Pablo continuó su paseo, dejó atrás la propiedad de su amigo, siguió por otra regresiva que iba ganado altura de manera progresiva, menos inclinada que la anterior. Recorrió el camino habitual de unos siete u ocho kilómetros. Paso frente a la posada en lo alto del páramo que  ofrecía una vista de la ciudad y sus alrededores de trescientos sesenta grados, sintió como lo azotaba el viento que casi lo derriba, escuchó el sonido del viento que al chocar con los cables del tendido eléctrico emitía una especie de silbido misterioso, propio de una película de terror. Además de la vista se podía contemplar a los zamuros (zopilotes) planeando en el aire casi al alcance de la mano, zamuros que parecían paralizados en lo alto, sin mover las alas disfrutando del viento entre su plumaje.

En el páramo caminó por delante de una pequeña casa solitaria, un chalet en miniatura apropiado para una persona sola o una pareja situada en una loma, Pablo soñaba con algún día comprarla y pasar allí su vejez acompañado de su gato contemplando las nubes pasar por detrás de la casa.

Anduvo frente al club de montaña que se atestaba de gente los fines de semana pasadas las horas de medio día. Llegó hasta un trozo en el que el camino de asfalto y concreto se cortaba para dar paso a un camino angosto de tierra, rodeado por maleza y cercas de alambre de púas que delineaban porciones de terreno baldías, en las que se veían de vez en cuando pastar algunas vacas, caballos o cabras. Una especie de caminería en la que habían espacios cerrados, túneles formados por grandes árboles al lado del camino que daban la sensación de caminar por un verdadero bosque.
Se encontro con trechos de camino curvos atravesados por delgados hilos de agua provenientes de las nacientes de la montaña.  El silencio allí era casi total, solo se escuchaban el cantar de los pájaros, los grillos  y las cigarras en verano. Un camino de subidas y bajadas que desemboca en una bifurcación en la que en medio había puesta una gran roca gris.

Al llegar a este punto Pablo escaló la porosa piedra y descansó en la cima. admiró desde allí el paisaje que se extendía frente a él. Una cadena de montañas al frente, a su izquierda el camino que conduce hacia la frontera, camino rodeado de arena amarilla, un contraste en el que el paisaje verde se corta abruptamente para dar paso al desolado terreno amarillo y caluroso. Debajo los techos rojos del pequeño pueblo de paso con tres antiguas iglesias de torres con campanarios muy altos. A la derecha podía ver sobre las copas de los árboles de la caminería, las parcelas cercadas, en las que se veían humildes casas, sembradios y animales pastando.  Más allá las lomas de la montañas del páramo y tras estas el valle de la ciudad.

Allí Pablo se quedó un rato sintiendo el viento sobre su rostro, viendo las vacas pastar tranquilas, escuchado a lo lejos el ladrido de los perros inquietos por su presencia.

Los rayos del sol de medio día aumentaban su intensidad, aumentó la temperatura, Pablo ya había descansado por lo que decidió regresar por el mismo camino a casa.

El Cabrio Negro Where stories live. Discover now