EPISODIO XXV

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Al escuchar voces y ruidos en el pasillo, Geisha quedó oculta entre la ropa de Agustina y quieta permaneció allí hasta que el silencio dominó la habitación. Geisha salió del placard con cuidado de no golpear o mover algo que pudiera despertar a Agustina. Antes de escapar por la ventana, quiso ver de cerca a la joven que disfrutaba, todos los días, de ese recinto que Geisha disfrutó sólo media hora. Cuando estuvo a diez centímetros de la cara de Agustina, rozó suavemente la mejilla cálida y blanda con su fría y dura mano y murmuró: —Quisiera ser como tú…

Cierto aire nostálgico la rodeó y la acompañó cuando saltó por la ventana del primer piso del hotel, perdiéndose en la espesura de la noche sin ser vista.

Geisha recorrió las calles que la separaban del depósito de juguetes con tranquilidad. A pesar de haber demorado más de lo previsto, había logrado su objetivo. Mañana recibiría el elogio de Katsuo por su buen desempeño.

No tenía ganas de charlar con las mujeres robotizadas y tampoco le gustaba interrumpirlas cuando se efectuaban el mantenimiento unas a otras. Geisha sentía que no pertenecía a ese grupo del que siempre recibía miradas despectivas y reprobatorias.

Subió a la terraza para mirar el cielo y esperar allí el amanecer. Cuando se apoyó en la pared que hacía las veces de balcón, tocó algo que emitió un ruido metálico. Enseguida supo qué era: un gancho para escalar. Temiendo que alguien estuviera ascendiendo por él para entrar por sorpresa al galpón, decidió descender por el cable de acero y espantar a la persona que encontrara en el camino. Un hombre fornido, vestido de negro de pies a cabeza, ascendía con energía por la pared. Geisha y él se miraron fijamente y ambos actuaron al mismo tiempo. Sandro descargó un golpe fuerte y seco en la espalda de la niña robot mientras ésta utilizaba una herramienta electrónica que tenía prohibida: la descarga electromagnética. Ambos cayeron al piso, Sandro desmayado y Geisha con su cuerpo abollado. La sorpresa y el temor habían hecho que Geisha agrediera al hombre del único modo que tenía prohibido, por lo tanto tenía que evitar que Katsuo descubriera lo que había hecho. Con la agilidad que la caracterizaba recogió el cuerpo inerte del humano y lo arrastró por la vereda hasta llegar a un edificio abandonado. Allí escondió al guardaespaldas de Agustina Ferrari y luego corrió a ocultarse dentro del galpón. Si tenía suerte nadie encontraría al hombre antes de que Katsuo y sus robots estuvieran en el avión que los llevaría de regreso a la fracción de Japón en la que vivían.

Al amanecer, una sensación extraña y difícil de describir invadió el despertar de Agustina. Estaba acostumbrada a soñar y, a veces, los sueños no le permitían descansar bien, pero esta vez era diferente. Intentó recordar imágenes o sensaciones como lo hacía cada vez que un sueño contenía sucesos o personas que necesitaba recordar o investigar, pero no pudo hallar ningún rastro que le permitiera explicar su malestar. “Mejor será que me de una ducha y tome un desayuno completo para reponer energías”, pensó Agus mientras recogía la ropa que había tirado al suelo antes de acostarse la noche anterior.

Mientras el agua caliente recorría su cuerpo, Agus recordó, como un flash, el roce de algo en su mejilla durante la noche y una voz susurrando en su oído: “Quisiera ser como tú…”. Un escalofrío la invadió luego de esa sensación onírica y a la vez verosímil.

Cuando se secaba el pelo, Agus miró en el espejo su reflejo y vio ojeras debajo de sus ojos. Claramente había tenido una mala noche, aunque ella no lo notara como otras veces. La inquietud y la ansiedad producto de la pronta concreción de su anhelo de la infancia estaban haciendo estragos en su semblante.

La misma noche que fuera negativa para Agustina, generó efectos positivos en un huésped del hotel. Katsuo no durmió, pero ocupó las horas de sueño disfrutando y sonriendo triunfal: el testeo del sensor colocado en la almohada de la hija de Ferrari indicó un funcionamiento óptimo de la central y de las ondas generadas por el juguete que Geisha escondió en el placard de la joven. Su proyecto sería un éxito, tal como él lo había previsto, y esa mañana lucía fresco y renovado.

La alegría de Katsuo aún no estaba empañada, desconocía que Geisha había descubierto a Sandro cuando éste, desoyendo las advertencias de Gregorio y su gente, intentaba robar uno de los juguetes para chequear que no fuera peligroso para las personas que asistirían a la Exposición. Además, Katsuo desconocía que Geisha había utilizado la descarga electromagnética sobre el cerebro de ese hombre, herramienta que las robots tenían prohibido usar.

El ataque de la niña robot hizo que Sandro perdiera temporalmente la memoria y se desorientara debido al terror que lo azolaba mientras duraba el efecto del shock; pero no por esta razón las kokeshi tenían prohibida la aplicación de dicha destreza (a Katsuo no le disgustaba el efecto que provocaba en los seres humanos), sino porque los alemanes habían fabricado un sistema que detectaba su uso si se encontraban en un radio de alcance de trescientos kilómetros. Los directivos de “Baby-Spielzeug” estaban en la misma ciudad que Geisha, por lo tanto irían tras ella no bien descubrieran lo ocurrido al guardaespaldas de Agustina. Los alemanes habían amenazado a Tanaka cinco meses antes: si alguna vez descubrían que una de sus robots atentaba contra la integridad de un ser humano, ellos se encargarían de perseguirlo, capturarlo y dejarían al descubierto sus sucios proyectos y la deshonra que Tanaka significaba para la Asociación Mundial de Jugueteros. Mientras Katsuo desconociera este hecho, su dicha continuaría reflejada en su rostro y Geisha estaría a salvo, pero tendría que encontrar una excusa para que abandonaran Argentina no bien finalizara la Exposición para evitar ser atrapados por los alemanes y evitar la ira de su dueño.

Los juguetes de Katsuo/Por Dolly GerasolWhere stories live. Discover now