TODOS LOS FANTASMAS

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Durante el camino de regreso mi mente estaba en otro lugar. Para mi alivio, Isabella no demandó mi atención, ya que se durmió ni bien abandonamos el pueblo y no despertó hasta que llegamos a la casa. Andrés intentó buscar conversación en un par de oportunidades, pero al no tener éxito se conformó con la compañía de una estación de radio que transmitía canciones clásicas del folklore nacional. No tenía ningún ánimo para socializar. El encuentro con el padre de Enrica había hecho sonar todas las alarmas que había desactivado desde mi llegada. Me di cuenta de que no estaba seguro en ningún lugar, que no importaba lo que hiciera o donde me escondiese, siempre iba a existir la posibilidad de ser descubierto. Muchas veces tenía la ilusión de que Escondido me protegía con su lejana inmensidad, pero no era cierto, mientras estuviera dentro del país no había ningún lugar seguro.


Al día siguiente mi ánimo no había cambiado demasiado. Ninguno de los chistes o de las tonterías que Andrés ensayó durante el acarreo de los animales resultó ser un buen antídoto para la aflicción que me embargaba. Como no quise almorzar con la familia para no arruinarles la comida, antes de despedirnos él me preguntó si querría pescar durante la hora de la siesta o continuar con las lecciones de natación, le dije que no, que dormiría durante la tarde.

Eso tampoco fue posible.

Para pasar el tiempo, me dirigí al establo de las ovejas porque había que cambiar el heno y limpiar el estiércol de los corrales. Estar en soledad me ayudaba a pensar, siempre había sido igual. Desde pequeño huía a la terraza de la casa de mi abuela, en donde me quedaba horas dándole vueltas a diferentes ideas, tratando de construir un mundo en el que todo fuera más sencillo, donde mi padre no hubiera desaparecido al enterarse de que mi madre estaba embarazada y donde ella no debiera pasar todo el día lejos de casa para que yo pudiera recibir una educación, vestirme o comer. La fantasía se terminaba cuando mi abuela, que sabía dónde encontrarme, venía a buscarme para tomar la leche chocolatada de la tarde o preguntarme si no tenía tareas pendientes de la escuela.

Ma perché sei sempre qui da solo? —me decía.

Nonna, estoy jugando.

Giocando... Giocando... Na strada "debiere jocare" con il oltri bambini —protestaba mezclando una versión muy suya del español con su italiano natal.

En la noche llegaba mi madre y esas serían las dos horas más felices del día. Cuando ella me abrazaba sentía que nada podía dañarme, que estaba a salvo de cualquier maldad que pudiera suceder en el mundo. Todas las tristezas morían cuando me hablaba o cuando me sonreía. Pero las noches más felices fueron aquellas en que dormía conmigo, en mi cama. Sus brazos cálidos a mi alrededor eran el máximo refugio, mi fortaleza infranqueable. Si hubiera sabido que los iba a tener tan poco tiempo, nunca me hubiese dormido. Hubiera tratado de memorizar cada pequeña parte de ella, la tersura de su piel, su respiración pausada, la paz que transmitía su voz, su mirada cargada de amor. Hubiera tratado de atesorarlos en el lugar más sagrado, para recurrir a ellos todas las veces que me iban a hacer tantísima falta.

La mayor tristeza en mi vida era recordar que hacía ya tantos años que no la tenía conmigo y que el tiempo se empecinaba en querer borrarla de mis recuerdos. Ella era el destino inevitable de todos los pensamientos que me aquejaban al sentirme deprimido. No importaba dónde se iniciaran o cuál fuera el motivo; siempre, indefectiblemente, terminaban en mi madre y en cuánto la extrañaba.

—Ey... ¿qué pasa? —preguntó Andrés, al sorprenderme llorando.

—Nada.

—Dale, ¿no me vas a contar?

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora