4. UNA MISION POSTUMA, 2

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 —Tendremos mucha luz durante el ascenso —dijo Mientel, como si pudiese seguir el hilo de sus pensamientos—. Al menos veremos donde ponemos los pies.

 —Nos vendrá bien cuando nos vean y toque echar a correr —murmuró Leth, masticando con desgana, con el gesto fruncido por el sabor salado de la carne.

 Fueron las últimas palabras que intercambiaron antes de emprender la marcha; incluso entonces un escueto “vamos”, fue lo único que dijo el líder para reiniciarla. Leth puso una mano sobre el brazo de un abatido Árzak, que le siguió con el regalo de Sallen firmemente agarrado contra el pecho.

 No tardaron en transitar por terreno muy expuesto, pero ningún perseguidor les importunó. «Es posible que lo hayamos conseguido» pensaba Mientel mientras guiaba al grupo, «hemos escapado sin que descubran a Árzak. Por eso nadie nos persigue». Aun así, sabía que no se sentiría a salvo hasta haber llegado a Gallendia. Ésto le animó para apretar el ritmo, solo con un par de descansos cuando parecía que el chico no podía más. Durante horas ascendieron entre pedreros, terraplenes y paredes de roca, manteniéndose lejos de cualquier camino y con un ojo siempre pendiente del cielo, en busca de los rastreadores Narvinios.

 Un par de horas después de la media noche, tras coronar una pequeña morrena, los tres se detuvieron impresionados ante la imagen que tenían ante sí. Una carretera asfaltada de la Segunda Era llena de grietas, baches y socavones, ascendía hasta una imponente pared de roca. El acantilado, de más de cincuenta metros de alto, tenía a su izquierda un enorme pico de forma rectangular y aspecto inaccesible, que asemejaba al conjunto, a la muralla de una fortaleza gigante con una torre de vigilancia incluida. Hacia el sur la fortificación natural se extendía varios kilómetros antes de morir contra otra cumbre.

 Pero la carretera, lejos de llevar a un callejón sin salida, atravesaba una enorme grieta en la pared, tan recta y lisa que parecía hecha con un gigantesco cuchillo.

 —El paso de Trajak —El que rompió el silencio era Mientel, poniéndose de nuevo en marcha—. Una vez que lo atravesemos, abandonaremos Estoria.

 —Esas paredes no parecen muy naturales —dijo Leth, que avanzaba tras el líder aún fascinado por lo que veía—. La tecnología de la anterior era debía de ser increíble.

 —Lo era —Mientel empezaba a sentirse cómodo hablando, y tras lanzar una nueva mirada de soslayo a los ojos enrojecidos del niño, decidió seguir con esa conversación intrascendental:« Al fin y al cabo, no está de más quitar algo de tensión al ambiente». —Pero esta grieta no la hicieron ellos, es mucho más antigua: data de la Primera Era.

 —¿La era de las tribus? —preguntó Árzak, con un hilillo de voz, provocando con ello una leve sonrisa en el sajano; sabía que la historia apasionaba al niño.

 —Así es —contestó Mientel, sin volverse para que no viesen su nueva expresión y la malinterpretaran—. Un Gran Dun, de la tribu de los Gallendios, llamado Trajak...

 —De ahí el nombre, ¿no? —dijo Leth, intentando no demostrar que la conversación empezaba a escapar de su campo de conocimiento.

 —Trajak —continuó Mientel ignorando la interrupción—, codiciaba los tesoros de sus vecinos del norte, los Estorios; principalmente hierro y piedras preciosas, abundantes en estos valles. No eran extrañas las guerras entre las tribus castrenses. No eran guerras de conquista, sino más bien saqueos.

 De pronto se detuvo en seco, rebuscó con el pie en el suelo, se agachó para coger algo y continuó, ignorando las miradas de curiosidad que sentía en su nuca.

 —La leyenda cuenta que Trajak planeó un ataque sorpresa por aquí, el paso montañoso más accesible de toda la cordillera. El problema era la gran pared de roca que impedía su avance. Pero Trajak, usando sus poderes, cortó literalmente la pared creando la grieta que tenéis ante vosotros.

DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora