0. PRÓLOGO

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EL CICLO DE DEVAFONTE

PRIMERA PARTE: LOS DIARIOS DEL FALSO DIOS

Por Cristian Igelmo

El mundo prosperará hasta límites inimaginables y la humanidad conquistará cada rincón de Devafonte, sometiendo a la naturaleza a su capricho. Crearán armas terribles que iluminarán los cielos como si de mil soles se tratasen, capaces de arrasar ciudades y de dejar yerma la tierra durante décadas y las usarán contra ellos mismos. Su soberbia, permitirá el retorno del Conquistador.

Los extraños volverán a intentar conquistar el mundo; la guerra regresará y todos los habitantes de Devafonte tendrán que unirse para enfrentarse al final de todo las cosas. Pero no estarán solos, pues un mestizo les guiará y cerrará la puerta a la perdición, usando la sangre del mundo en su empeño. Tras su muerte, ganará la consideración de dios a los ojos de los mortales y se alzarán templos y monumentos dedicados a su figura.

Segunda profecía de los mulianes. En torno al año 5000.

PRÓLOGO

Kashall'Faer, Narvinia, 4 de xunetu del 520 p.F.

El amanecer mostró al solitario jinete su destino.

La ciudad que tenía ante él fue considerada el centro del mundo. Quinientos años antes era una megaurbe con más de cuarenta millones de habitantes, plagada de rascacielos, bloques de apartamentos y fábricas. Pero la Guerra del Fin tan solo dejó los restos de un pasado grandioso, apreciable en su extensión.

Según se acercaba, el jinete quedó impresionado con los esqueletos de los viejos edificios, amedrentado ante la idea de adentrarse en esas calles. Los dragones ventalen lo recibieron con siniestros graznidos desde sus nidos en las alturas, mientras observaban curiosos al hombre que seguía la senda que discurría junto al gran río Nialen.

-¡Mantened el pico cerrado, malditas gaviotas reptilianas! -gritó, obteniendo más graznidos por respuesta.

No tuvo problema para reconocer el camino, muy cuidado y libre de obstáculos. Algo normal, tratándose de la principal vía de acceso a la capital del Reino de Narvinia, aunque era llamativo el escaso tráfico. Algún buhonero solitario y un par de hombres a caballo. El cauce, por el contrario, estaba más transitado. De hecho, observó sorprendido cómo una enorme fragata se libraba por unos pocos metros de golpear con el mástil un antiguo puente semiderruido, lleno de automóviles oxidados, detenidos en un atasco perpetuo.

Tras el susto siguió su camino, intentando ignorar los miles de ojos que lo vigilaban desde el bosque de cemento en el que se había convertido el lugar. «A saber qué clase de criaturas serán los nuevos inquilinos de estos bloque, pensó, espoleando ansioso a su caballo, convencido de que no le recibirían como unos amables vecinos. Mirara donde mirara, fuera de aquella carretera asfaltada, no veía más que cascotes y vegetación exuberante, en la que podía esconderse casi cualquier cosa. Salirse de la senda podía ser peligroso, tanto por las criaturas que le acechaban como por los posibles derrumbes que se podían producir.

Al fin, la carretera desembocó en una amplísima campiña rodeada por la antigua ciudad. Miles de personas, durante quinientos años, se habían afanado en limpiar aquel vasto círculo. Las granjas, de las que se alimentaban los actuales habitantes, ocupaban casi todo el terreno, alrededor de la población situada en el centro de aquella cuenca artificial.

Estaba construida en su mayor parte con materiales de deshecho, en especial la muralla, mezcla de hormigón y parches de chapa, sobre la que sobresalían los tejados de casas que no sobrepasaban los dos pisos. No obstante, esta era la sede de uno de los ejércitos más poderosos del mundo, y de su armada, a la que se podía ver atracada en el abarrotado río; no tenía rival, ni en el mar ni en el aire. «Bueno, tal vez la Armada de Mavaziri», pensó preocupado, «razón de más para cerrar este trato por lo que pueda pasar. Es preferible estar del lado de los más fuertes».

El embozado jinete comprobó que las puertas estaban abiertas, custodiadas por un par de guardias desganados que se limitaron a bostezar cuando pasó. El país llevaba dos años en paz y no esperaban que apareciese ninguna clase de amenaza en el horizonte; desde luego no antes de que los vigías de las ruinas dieran la alarma. «Espero que los vigías sean mas abnegados en el desempeño de sus funciones».

La ciudad despertaba a un nuevo día. Sus habitantes iban de aquí para allá, iniciando su jornada de trabajo, por lo que redujo el ritmo para evitar un accidente entre tanto movimiento. Tras veinte minutos dando vueltas, tuvo que detenerse angustiado. La similitud de las calles le agobiaba, haciendo que se sintiese atrapado en un laberinto de paredes de hormigón y techos de pizarra. Se alzó desesperado sobre la montura en busca de alguna referencia; le costó, pero tras un rato oteando, consiguió atisvar un sombrío torreón. Los nubarrones que se acumulaban tras él lo difuminaban, pero una bandera roja que ondeaba en lo más alto, llamó su atención. No necesitaba verla de cerca para reconocerla: campo rojo, una calavera astada negra, acompañada por el dragón verde de Narvinia en la esquina superior derecha. «Ahí estaba el Castillo Kholler», con su objetivo localizado, reemprendió la marcha más tranquilo.

-Hablan de movimiento de tropas -oyó que comentaba un hombre con aspecto de mercenario que caminaba a su lado.

-El país aún no se ha recuperado de la guerra contra el Imperio -le respondió su compañero.

-¿Has olvidado por qué venimos aquí? En Narvinia, siempre hay guerra. Y con la guerra, vendrá el dinero.

Los dejó atrás y continuó su camino hasta dar con una gran plaza, a la sombra de los negros muros del castillo. Junto a ellos, en un lateral de la explanada, se erguía el campanario de la Catedral del Renacer, sede de la religión arzonita, el credo más extendido y con más adeptos del continente de Geadia, cuya deidad principal era Arzon. Según sus creencias, velaba desde el Firmamento por todos los seres del mundo, combatiendo contra Fin y sacrificándose por ellos durante toda la eternidad.

«Mira a tu alrededor», buscaba argumentos que le reafirmasen en su determinación, «la realidad es que si cuida de alguien, solo lo hace de los más fuertes». A mitad de la explanada se vio obligado a detener la marcha. Un grupo de seres pequeños, que hubiera tomado por niños si no fuese por sus orejas puntiagudas, correteaban por la zona gritando, saltando y empujando, perseguidos por unos guardias desbordados. Cada vez que atrapaban uno lo encerraban en un carro enrejado en el que ya brincaban una docena de trasgos, que es como se conocía a estas criaturas. Su afán por divertirse les llevaba a cometer un sinfín de travesuras que, en ocasiones, desencadenaban funestos accidentes. Tenían la consideración de plaga para la mayoría de autoridades y por ello se empleaban a fondo en su control. Cuando llenasen el carro, lo abandonarían en algún descampado lo más alejado posible, totalmente cerrado, y dejarían que la naturaleza siguiese su curso. Lo curioso era la tendencia de los pequeños por volver a reaparecer por la ciudad. «Con lo fácil que sería pasarlos a cuchillo...», pensó con una mueca de asco bajo el embozo.

Pasó unos largos minutos viendo a los guardias rodar por el suelo, tropezando entre ellos y con los transeúntes y, si tenían suerte, como atrapaban a uno de los escurridizos trasgos y lo arrastraban con esfuerzo hasta el carro, siempre que no volviese a escurrirse entre sus manos. Pudo continuar su camino gracias a que la cómica persecución se desplazó hacia una calle aledaña. El Castillo Kholler le aguardaba. «Espero que la información que traigo me abra sus puertas...», una explosión, proveniente de la dirección en la que se habían ido los trasgos, interrumpió sus cábalas.

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