VII

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Darcy dio órdenes a su ayuda de cámara sobre la ropa que debían prepararle para esa noche.
La señora Reynolds volvía con el té. Darcy se sentó junto a la chimenea y la miró alejarse con el sentido indefinible que le inspiraba aquella fiel mujer, humilde y servicial. Tal vez la última entre la numerosa servidumbre de la casa Darcy, y sin embargo, la única frente a la que su corazón se abría con confianza, con ternura. Mientras servía el té, murmuró.
—Señora Reynolds, hay algo en mi cabeza que parece una verdadera locura, algo que necesito repetir en voz alta para oírlo yo mismo, para convencerme de que es precisamente eso lo que quiero, lo que pienso.
—¿Qué es, señor?
—¡Estoy pensando pedir esta noche la mano de la señorita Elizabeth! Una luz alegre brilló en las apagadas pupilas de la sierva. —¿Le da gusto? ¿No le parece mal?
—No soy nadie para opinar, mi señor, pero si le interesa lo que piensa tu sierva, sí, me da gusto, es hora de que te cases, y ella es hermosa, y noble, eso es lo que murmuran las criadas de Loungborn, hará una bella pareja contigo, será una señora de Pemberley como ninguna. ¿Ya lo ha decidido?
—Aún no...
Se puso de pie bruscamente, como si la amargura llenara su alma, como si la desconfianza y el rencor que envenenaran su adolescencia retoñaran de pronto en la plenitud de su vida fecunda. Con un arranque humilde y tierno, echó su brazo robusto sobre las espaldas de la sierva que se inclinó como estremecida a un contacto tan dulce para ella que se nublaron de lágrimas sus ojos.
—Señora Reynolds, usted es la única de mis actuales siervos que procede de la gran finca de mi padre.
—Vivos quedamos muchos, señor; pero tú no quisiste volver a saber nada de ellos. Nunca has vuelto al esplendor de Pemberley.
—Así es —aceptó casi rudo—, odio las tierras de mi Padre, el nido de águilas que fue de mis abuelos, y tú eres la única de los que me rodean que sabes porqué. Salí de allí siendo niño, de aquella mansión no quiero acordarme siquiera. Cuando regresé del extranjero y llegué a Pemberley de Derbyshire, te encontré allí, procedías de nuestras tierras, mi raíces. ¡Y cuando te arrodillaste a besar mis manos, no tuve valor para rechazarte! —Calló un momento, antes de proseguir—: Odio todo lo que procede de ese rincón. Sé que allí fueron traidores y crueles con mi madre, tuviste que jurar que no la habías conocido para que soportara tu presencia.
—Sin embargo, señor... en esas tierras naciste.
—Y en ellas murió mi madre y nunca volveré a habitar en ellas. Pero no recordemos más esto.
—Si, señor... mejor háblame de esa flor que quieres convertir en tu esposa...
—Tienes razón —soñador, sonrió levemente—. Es una flor, y sin embargo, también es altiva y pura como una estrella. Hay en su mirada algo profundo,
como una luz que viniera desde adentro. La he visto, aunque suele esquivar la mía. Nunca se encuentran nuestros ojos.
—¿Es posible? ¿Ella no te quiere, no te admira?
—Me temo que aún no, señora Reynolds. Es una de esas criaturas en las que el corazón permanece inocente mucho tiempo. No ha ni presentido el amor. Pero quiere a la tierra, y le ha bastado el cariño de los suyos, sobre todo el de su padre, al que adora... No es frívola, además, y su hermano dice que le interesan los libros, y no se entiende con su madre, que es la mejor recomendación... —sonrió de nuevo, pero esta vez con ironía.
—¿No has hablado con ella, señor?
—Apenas. Es callada, discreta, y me ha bastado verla acercarse con ternura al lecho de su padre enfermo. Miro sus manos, suaves como las de una pequeña reina, atender al viejo Coronel, y al verla, mi fuerza siente celos del desamparo y la invalidez que provocan esas caricias.
—¡Cuánto la quieres, señor Darcy!
—Cierto; nunca sentí lo que ahora siento. Camino como en medio de un torbellino, aturdido como por una obsesión. De la mañana a la noche, dormido o despierto, donde esté y haga lo que haga, no tengo más que su imagen frente a mí, y un pensamiento en la mente. Esta noche procuraré que hablemos a solas. De su actitud depende que lleve a cabo mi propósito de pedir su mano mañana mismo.

Se vistió con prisa, anhelando verla cuanto antes, cuando llegó a Loungborn, lo recibió Collins.
La señora Bennet estaba en el cuarto de su hija, desolada por su pereza para vestirse.
—Son insoportables estas continuas invitaciones al señor Darcy, Mamá —protestó.
—Si realmente quisieras tanto a tu padre, no dirías eso. Tu padre está desesperado, casi loco de angustia. ¿No te das cuenta?
Stefanía clavó en ella su mirada dura, y Elizabeth tembló.
—Me doy cuenta de que está enfermo, y de que sufre.
—Enfermo para toda su vida; él no lo sabe ni hay que decírselo, pero si se levanta de la cama, será para sentarse en un sillón de ruedas... siento darte este golpe, pero como no eres razonable, más vale que lo sepas. Tenemos que ayudarlo ahora nosotras, a resolver el problema que lo ha llevado al estado en que está.
—¡Nosotras..! —Elizabeth tembló de nuevo. Comprendió que su madre no mentía y que algo terrible le aguardaba.
—Sí, porque no sólo se trata de dinero, que ya sé que la pobreza no te espanta, claro que porque aun no la has vivido; pero me refiero a que hay compromisos que cuando no se cumplen, pueden deshonrar al hombre más caballero... y el único amigo que parece dispuesto a darle la mano, es justamente ese hombre a quien tú te empeñas en tratar peor que a un sirviente... —Se exaltó poco a poco—. ¿No te das cuenta de la cara que pone tu padre cada vez que hablas mal de él? ¿Por qué crees que invito al Señor Darcy? ¿Por qué crees que he ido a buscarlo, renovando una amistad que yo tenia olvidada? ¿Por qué, sino porque es el único que puede salvar a tu padre, salvar su prestigio y lograr que se alivie hasta donde pueda aliviarse?
Elizabeth miraba a su madre, desencajada, angustiada.
—¡Es espantoso! —murmuró.
—En efecto, es espantoso que los hijos no comprendan a veces cuál es su deber, Elizabeth! Él, muriéndose por ti, pensando en que quedarás arruinada, con el nombre manchado y que no habrá hombre que se acerque a ti... y tú, en cambio, no puedes darle ni el gusto de ser amable con el señor Darcy. Tengo entendido que tu padre te ha pedido más de una vez que seas gentil y cortés con él.
—Así lo haré, mamá —prometió con vehemencia la joven.
Elizabeth secó sus lágrimas, que mojaban sus mejillas casi sin que ella se enterara y con esfuerzo empezó a vestirse.

Por mi Orgullo - Lazos de Odio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora