Capítulo 2. Rayos lunares de esperanza

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ATHINA

Décimo Atardecer de Deshielo Tormentoso, 17

Athina grabó en su mente las vistas desde su lúgubre torre por última vez. Las montañas rodeaban Rikenber como una muralla natural y en sus picos, la nieve se había asentado hacía tiempo. Apenas lograba ver un poco del mar desde su ventanuco, más allá del Bosque de las Dos Colinas. Hacia el sur. Era el destino que había escogido para comenzar una nueva vida.

La ciudad a sus pies se ensombrecía con la silueta que proyectaba el Palacio Verde y las luces anaranjadas del ocaso, apenas iluminaban los tejados ennegrecidos. Aborrecía esas calles llenas de gente sin corazón.

Apartó las sucias manos de los barrotes y se las frotó; les echó el aliento de su boca, humedeciéndolas con el vaho. Entonces dirigió la vista hacia sus espaldas.

La sala entera estaba sumida en penumbra. Los polvorientos y mohosos estandartes verdes del techo, lucían en todo su deplorable esplendor a los keisar mal bordados en ellos. Aquella especie de caballos del color de la luna eran el símbolo que había adoptado la Isla Septentrional tras la separación de Alharia. Simbolizaba la pureza de sus interminables pinares.

Como ansiaba Athina recorrer esos bosques...

Esperó unos minutos más hasta que la noche se hiciese oficial. Para entretenerse, recorrió la torre repasando cada rincón lleno de recuerdos, mientras las imágenes de su infancia se sucedían como espectros frente a sus ojos. Cada esquina, cada piedra, cada centímetro de madera llevaba su marca desde el día en que llegó, siendo aún una niña a la que ocultaban de la humanidad.

El escaso mobiliario ya se caía de viejo, cubierto de musgo. Recorrió los tablones de madera de la puerta con sus dedos, apretó los colchones de su cama y se tumbó, aspirando el olor que aún impregnaba las sábanas. La esencia de su amiga aún seguía allí.

Contuvo las lágrimas. Esa era la vida que quería dejar atrás.

Alzó la vista hacia el ventanuco y solo vio oscuridad. Había llegado el momento.

Apartó la cama a un lado y se inclinó. En el suelo se veía la forma cuadrada de una losa de pizarra. Con pesadez, la apartó de su sitio y dejó al descubierto una oscura abertura que descendía unos metros por debajo de ella. Tomó su morral y se deslizó por el agujero, acabando en un cuarto de ropa sucia. Había caído encima de un cubo de madera lleno de sábanas, provocando que el golpe sordo interrumpiese la quietud del lugar.

Contuvo el aliento al oír pasos al otro lado de la puerta y se sumergió en el mar de telas, tapándose la cabeza con una almohada. Sintió más que vio como alguien abría la puerta y rebuscaba en uno de los cubos, para luego marcharse sin más.

Suspiró de alivio. Con cuidado de no hacer más ruido, salió del cubo y se apartó de la cara los negros mechones de pelo.

Avanzó de puntillas y apoyó la mano en la puerta de madera para evitar que crujiese. Bajó la manija con lentitud y observó el exterior. El pasillo estaba iluminado con cálidas velas y por fortuna se encontraba desierto. Aprovechó para salir y atravesó el lugar, sigilosa como un gato.

Hacía mucho tiempo que no cruzaba esos amplios corredores dorados. Aquella feliz época le parecía ahora muy lejana.

Bajó las escaleras hacia el siguiente piso, donde las cortinas cubrían el techo a modo de toldos, y luego caían a cada lado de las paredes. Varias puertas recorrían el lugar.

Bien, se dijo. Ahora los hyelas.

Se trataban de los guardias de mayor rango en el reino, a los que asignaban las misiones más peligrosas e importantes. Aquellas criaturas contaban con apariencia humana y unas alas blancas y tersas en la espalda, semejantes a las de los murciélagos.

Crónicas de la magia 1. PoderWhere stories live. Discover now