11. Ja, Ja, Ja

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Roma caminaba tratando de no hacer ruido para no alertar a los hombres que iban adelante. Con más tranquilidad se dio cuenta que había otras escaleras, pero eran oscuras y no sabía a dónde iba a parar. Sabía que Jonathan la iba siguiendo a pesar de su miedo, pero no sabía cómo sentirse respecto a eso. Por el momento él caminaba con la misma cautela que ella.

Escuchó el crujido de la puerta falsa, pero no bajó la guardia. No sabía si podía irse, tal vez la dejarían irse si ella quería, pero no quería esperar hasta saber que no era libre. Sin gobierno ni personas de leyes, tenía miedo del poder que tomarían esos hombres. No quería quedarse a averiguar que nadie allí tenía libertad. Sintió esa rebeldía que a menudo sentía en el campo de fútbol. Quería hacer las cosas a su manera esta vez. Probablemente su hermana se habría quedado y habría observado de manera segura, Roma siempre había sido demasiado impulsiva.

Abrió la puerta y observó a los lados. Aún quedaba un poco de luz del atardecer. El coronel y el sargento avanzaban despreocupados por la mitad de la plaza, como si no temieran el tornado. Según ellos el tornado se aparecía cada vez que alguien pasaba por allí, pero no se había activado con ellos. Esperó a que cruzaran la plaza y salió de su escondite, ellos fueron en dirección opuesta a la que Roma quería ir. Cruzó corriendo la plaza y se internó en la calle vacía.

Se detuvo cuando supo que los hombres del ejército ya no podían verla. Maldijo por lo bajo y movió su tobillo en círculos. No le dolía, pero no era una buena señal la incomodidad. Le esperaba un viaje un poco largo... Caminando.

- Ahora veo que no eres una buena paciente - exhaló Jonathan.

- ¿Por qué me sigues? - preguntó. Él no tenía ninguna deuda con ella ni necesidad de quedarse a su lado.

- Soy tu doctor y... Me caes bien. Si lo piensas bien eres como mi amiga, la única que me queda.

- Tengo que ir.

- Ven.

Tomó su mano y la guió hacia la recepción de un edificio, se sentaron en el suelo y él volvió a revisar su tobillo, quitando las vendas y haciendo masaje. Ella miró a la calle, testaruda. Quedaba muy poca luz.

- Para hacer trabajo de rescate es necesario un gran grupo de personas capacitadas: bomberos, policías, médicos, paramédicos y otros. Además necesitas equipo para romper y cortar concreto y metal, y equipo para mantenerlo en su lugar si el lugar es inestable. También alimento y agua por si la labor es demasiado larga. Debes mantener a la persona viva. Eso quiere decir que necesitas equipo médico.

Paró su masaje y se miraron. Él la miró con intensidad. Con un cariño que ella ciertamente no se había ganado.

- Eres una buena persona y tus intenciones son buenas, pero no puedes salvar a tu familia.

Se sentó a su lado y pasó su brazo por sus hombros, y luego la terminó de abrazar. Él suspiró. Se quedó así algunos momentos, sin hablar.

- Lo siento, Roma, tu familia murió.

Ella cerró los ojos y abrazó a Jonathan. Sabía que le dolía, era el momento perfecto para llorar, pero su corazón no se enteró de eso. El dolor y las lágrimas se quedaron allí, encerrados. Él acarició su cabello y se recostaron contra la pared. Roma disfrutó de ese cariño, su hermana era la consentida, no ella. Ella nunca fue consentida de esa manera, protegida.

Roma alzó el rostro hacia el doctor, para decirle que ya no se quería ir, que se iba a quedar con él. Ella solo quería que él la siguiera cuidando. Él la veía igual que la vez que se conocieron, como si viera en ella lo que más amaba en el mundo. Jonathan bajó su rostro y los dos cerraron los ojos.

Únicamente rozaron sus labios, un ruido en la calle los asustó. Había un perro caminando, sus paticas resonaban en la calle vacía. Los dos lo miraron, se miraron entre ellos y sonrieron con incomodidad, aunque ya casi no se veían, estaba oscureciendo rápidamente. Roma iba a llamar al perro cuando una bola brillante y blanca le dio de lleno en el cuerpo y lo lanzó al suelo. Estaba muerto.

Roma fue la primera en reaccionar. Se levantó y jaló a Jonathan hacia la parte de atrás del mostrador. Se asomaron un poco para observar lo que pasaba. El perro seguía ahí, escucharon unas voces en español.

- Ja, ja, já. ¿Así se ríen los humanos, Egh?

- No, no es tan separado. Además es un sonido del aire que sale del interior. Es más como - fingió bastante bien una risa.

- Eso no es una risa, esto es una risa - escucharon un extraño sonido, como un castañeo -. Aunque debo admitir que estos idiomas primitivos tienen melodía.

- Sí, es cierto.

Entonces aparecieron en escena. Eran dos aliens, reales, crueles, habían matado a un perrito que no le hacía daño a nadie. Eran altos y azules, un azul real y resplandeciente. No tenían cabello, nada de cabello, ni labios, solo una ranura hacia de boca, narices pequeñas, orejas pequeñas ojos grandes. Roma sintió que respiraba demasiado fuerte, sintió ira. Ellos habían matado a su mamá y a su papá, ellos asesinaron a Isabel.

- Ya vamos tarde para ver a los humanos, Mujh - dijo el que sí sabía reírse.

- Deberíamos matarlos.

- Pero los necesitamos - le recordó.

- Son desagradables. Me da asco oler su aire.

Entonces Roma se dio cuenta de que ellos no tenían cascos, respiraba oxígeno. Los otros del video tenían cascos y asumió que era por el aire. Salieron de escena y ellos siguieron escondidos por unos minutos más.

Protegidos por la oscuridad de la noche, volvieron al capitolio y esperaron en el bunker a que llegaran el coronel y el sargento. Roma tenía que tragarse el trago amargo de la muerte de su familia, pero necesitaba saber a qué se referían los aliens con la última parte de la conversación.

Le olía a podrido. Y ya que se iba a quedar, tendría que descubrirlo.

Conquistando RomaWhere stories live. Discover now