VIII

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Cuando llegaron al santuario, encontraron la cámara principal vacía, aunque el rastro de sangre conducía hasta las habitaciones. Allí, en uno de los dormitorios libres, Lire hacía lo posible por tratar a la mujer herida. La mujer gritaba de dolor y sollozaba, murmurando palabras sin sentido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sebastien desde el portal de la puerta, Mia justo detrás de él. La comitiva de pobladores que habían traído a la mujer le cerraba el paso, algunos de ellos dirigiéndole miradas hostiles.

—Tienes ojos para verlo tú mismo —contestó Lire, apresurada—. ¡No se queden ahí parados! ¡Déjenlo pasar!

Los pobladores miraron a Lire, luego a Sebastien.

—¡Cenizas de mis padres! —maldijo Lire—. ¡Déjenlo pasar si quieren que Adda viva!

El grupo de hombres se removió, incómodos. No se veían muy dispuestos a obedecer a su regente, pero sí reacios a ganarse la enemistad del exorcista.

Abrieron paso a regañadientes, apenas lo suficiente para que Sebastien y Mia entraran. El exorcista quitó a uno del camino con un empujón iracundo. Mia se desquitó con la pantorrilla de otro.

—¿Qué le han hecho? —preguntó Sebastien, arrodillándose junto a la cama. Lire le pasó un nuevo juego de paños limpios.

—Le abrieron el estómago —dijo la regente. La expresión de Sebastien se ensombreció.

—Vivirá, ¿no es así? —dijo Mia. Ninguno de los dos tuvo el valor de responderle.

La herida era fea. El arma que la había causado debía haber tenido dientes aserrados y poco filo, pues la carne se había desgarrado de mala manera y sangraba profusamente.

—Sostén eso bien —le ordenó Lire. Sebastien hizo presión, en un intento por detener la hemorragia, pero la herida era demasiado ancha y profunda. En pocos segundos, los paños se empaparon de sangre, el tibio líquido rojo escurriéndose entre los dedos de Sebastien.

—No va a resistir —advirtió él.

—Aún no lo sabes.

—No tenemos los medios necesarios para tratar una herida así.

—Lo sé —dijo Lire—. Pero hay otras maneras de hacerlo. No eres el único versado en una de las Artes.

La regente extendió sus manos sobre el abdomen de la mujer. Posó sus dedos alrededor de la sección herida, rodeando la mano de Sebastien. Cerró los ojos, se concentró.

Un halo de luz blanquecina comenzó a formarse alrededor de las manos de Lire, desde sus antebrazos, pasando por sus manos, hasta enroscarse en sus dedos. Lire decantó esta luz sobre la herida, como agua de un cántaro.

Sebastien retiró poco a poco su mano. La luz se había enroscado en los bordes de la herida, llenando el espacio vacío en el abdomen de la mujer como motas de algodón.

La herida dejó de sangrar una vez la Sanación realizada por Lire comenzó a tomar efecto.

—¡Hermano, lo está haciendo! —exclamó Mia.

La luz formaba hilos sin sustancia, que atravesaban la carne y la forzaban a unirse de nuevo. Los pobladores ahogaron exclamaciones de júbilo.

Sebastien no celebró. Miró el rostro de Lire, el esfuerzo, la concentración.

La Sanación, de manera similar al Susurro, era un Arte peligrosa, aunque de una forma distinta. La energía que sostenía la vida no podía simplemente crearse de la nada. El Sanador, en este caso Lire, debía entregar consumir su propia vida para que otros pudieran recuperarla.

Las Artes no eran magia, como las supersticiones populares tendían a considerarlas. Las Artes eran intercambios; sus usuarios tenían que renunciar a algo para poder utilizarlas.

Renunciar a un pedazo de alma para convocar un alma con el Susurro; renunciar a una porción de vida para reponerla con la Sanación.

Pero incluso las Artes tenían límites.

Aunque la herida se cerraba poco a poco, Adda había dejado de murmurar, y su cabeza colgaba hacia un costado de la cama.

—Lire... —dijo Sebastien en voz baja. Si la regente lo había oído, lo ignoró—. ¡Lire! —repitió él, esta vez más alto. La sacudió tomándola del brazo.

La regente abrió los ojos, el ceño fruncido.

—No me interrumpas ahora, exorcista.

—Ya es tarde.

Lire miró a Adda, su cabeza caída, su expresión silenciada para siempre.

—No... —murmuró—. La herida se cierra. Su corazón late, puedo sentirlo.

—Late porque tu Sanación lo alimenta. Mírala, dime que ella aún sigue ahí.

Lire miró a Adda, sus ojos abiertos pero vacíos, su expresión rígida e innatural. Eso solo causó que se aferrara a ella con más fuerza.

Sebastien trató de apartarla, pero Lire se negó a retirar sus manos. Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas.

—Puedes seguir con eso todo lo que quieras, obligando a su cuerpo a vivir más allá de lo que le corresponde, hasta que consumas tu propia vida, Lire, pero ella no volverá. Hiciste lo que pudiste.

Sebastien trató de separarla del cuerpo carente de vida de Adda una vez más. Esta vez, ella dejó que la rodeara con el brazo. Cayó de rodillas, sollozando. El exorcista la sostuvo con tanta delicadeza como pudo. Mia dejó caer una lágrima también.

—Adda... —balbuceó uno de los pobladores, extendiendo su mano hacia el cadáver. Los otros lo detuvieron, mirando fijamente a Sebastien y Lire con ojos acusadores. Ojos que odiaban.

—¡Adda!

La Raíz de Todos los MalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora