III

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Cuando llegaron al santuario, la noche había caído ya. Era un edificio de buen tamaño, circular, erigido a base de antigua piedra blanca. Sus paredes lucían bien cuidadas, adornadas con vides y hojas pintadas en tonos dorados.

Anchos escalones de piedra conducían a la entrada, aunque el santuario carecía de puertas. De acuerdo a las antiguas tradiciones instituidas por el Fundador de Trascis, los santuarios trascianos eran más que solo lugares de adoración a los Dioses Eternos: eran refugios donde cualquiera que lo necesitara podía encontrar protección y sanación.

Sebastien y Mia entraron al sagrado lugar. La cámara principal era amplia, coronada por un techo abovedado con un tragaluz en el centro. Las paredes estaban pintadas con motivos clásicos de la fe de los Dioses Eternos, divididas en doce paneles, cada uno con la imagen de uno de ellos.

Serath, el Portador de la Flama, con dominio sobre la luz y la justicia, y Merideth, la Doncella en Llanto, con dominio sobre la vida natural y la sanación, eran tratados con especial reverencia entre los Eternos, dado que Tresdor era un pueblo mayoritariamente agrícola.

Un amplio altar ocupaba el lugar central al fondo de la cámara, y detrás de él la piedra había sido ricamente pintada con la imagen de una mujer anciana cuyo rostro no se podía ver, cubierto por la capucha de un largo manto gris que la envolvía. Ella era Aeva, la Madre Eterna tanto de Dioses como de hombres.

En el centro del altar descansaba un brasero de hierro encendido, una representación del Fuego Purificador, el que según la tradición Serath le había entregado a la humanidad para protegerla de los espíritus malignos. El brasero estaba rodeado de un surtido de velas, figurillas de madera y cuencos llenos de toda clase de hierbas, flores y frutos, ofrendas dejadas por los devotos.

Sebastien se inclinó de manera respetuosa, si bien breve, ante la imagen de Aeva. Mia, en cambio, pasó varios minutos con sus manos juntas delante del altar, rezando en silencio.

Poco después, una puertecilla se abrió al fondo de la cámara, de la cual salió una mujer consternada con cabello rubio trenzado y ataviada con un simple camisón blanco. No era anciana, como solían ser las regentes de los santuarios; por el contrario, hasta podía decirse que era hermosa.

—¿Quién está ahí? —preguntó la mujer. Dio un respingo al ver a Sebastien, aunque rápidamente recuperó la compostura—. ¿Quiénes son ustedes?

—El alguacil mayor nos envió aquí —dijo Sebastien—. Debes ser Lire.

—Sí, pero... ¿Aquí? ¿A esta hora? ¿Por qué?

—Porque lo más seguro es que no nos reciban en ningún otro lado —dijo Mia encogiéndose de hombros, con una ancha sonrisa en el rostro.

—Ah... —La regente los vio a ambos intercaladamente, los ojos entornados—. Entonces ustedes son de quienes hablaba todo el mundo.

—¿Oíste, hermano? ¡Nuestra fama nos precede!

—Yo no la llamaría "fama", niña. Más bien lo contrario —corrigió Lire. Luego miró a Sebastien de arriba abajo—. Si los rumores son ciertos, debes ser aquel que llaman el Peregrino.

—¿Hay algún problema con eso? —dijo él.

—Lo hay. No me agrada mucho la idea de tener en mi santuario a un hereje y asesino.

—No creo que tengas otra opción. A no ser que prefieras desobedecer uno de los mandatos explícitos de tu Fundador.

Lire hizo una mueca ante esto.

Sebastien sabía lo suyo en lo concerniente a tradiciones, y según una de ellas, fue el propio Fundador el que instituyó a los primeros exorcistas trascianos, ordenándole a sus sucesores, los regentes, asistirlos en su tarea en tanto les fuera posible.

La Raíz de Todos los MalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora