A la vida y sus encrucijadas

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​¿Cómo describírtelo? No es tarea fácil.
​Plasmar su encanto sobre un simple papel me sabe a reducirlo demasiado. Él vive en mis memorias, con su mueca traviesa y sus miradas cómplices acechando las mías intermitentes al otro lado del patio. Nunca fui tan feliz al colegio como en aquel último cuatrimestre de su quinto año.
​Vestía su uniforme desaliñado. Sus pantalones de un gris más clarito, la camisa por fuera y la corbata, en medio nudo bajo, suelta alrededor del cuello. Era del campo, y sus piernas chuecas acompañaban a tono su imposibilidad de quedarse quieto en aquel jardín de cemento del complejo de edificios de nuestra escuela. Necesitaba espacio, circulaba por todos lados, pero igual a mí me resultaba fácil seguirle el trazo. Su cabello rubio resaltaba al sol como una señal luminosa. Además, siempre estaba dando la nota con algo; aunque pensándolo dos veces, bien podría haber sido que yo no estaba pendiente de casi ninguna otra cosa.
​De poca altura pero de un andar confiado, llevaba la cabeza en alto queriendo ver más allá de los muros. Lo catalogaban de engreído, quizás por ser de los populares, o tal vez, por esa firmeza tan suya al caminar, como de quien se lleva todo por delante. En realidad, se trataba tan solo de seguridad. Se conocía bien y sabía, ya antes que muchos, qué hacer de su vida; el mundo le parecía entonces un gran parque de diversiones.
​Yo, aguantando la vergüenza y el rubor indisimulable, entraba inocente en su juego, implorando encontrar el camino despejado hacia el final del patio. Debía cruzar frente a los baños y la entrada del salón principal para dar la vuelta hacia el kiosko de atrás, una tarea cotidiana que de repente se había convertido en toda una odisea. La misión era lograr evitar a sus compañeras, envidiosas de aquel glorioso beso que me plantó frente a todos en la fiesta que organizó su curso, y, por si fuera poco, zigzaguear a sus compañeros, lo más rápido posible, a fin de recolectar la menor cantidad de chistes fáciles que me soltarían al pasar.
​Mis amigas en general no querían acompañarme. Solían decirme que se aprovechaba de mí, a lo cual les respondía que podría hacerlo cuantas veces le dieran ganas. Yo tocaba el cielo con las manos. Estaba al tanto de su fama de mujeriego, y le colaba, pero para mí cada vez con él era única. ​Atravesar desapercibida era más que improbable. Él se había encargado de que todos supieran que tonteaba conmigo. Descubrí luego que eso le gustaba, dejaba así claro que era suya (como si pudiera quedar de ello alguna duda). Conocía a sus amigos y cuidaba lo propio, en especial a los del Club de Rugby. Como todo equipo, tenían sus reglas, sus comportamientos predeterminados y la mala costumbre de que todos participaban de todo.
​A pesar de ello, nada me frenaba. Combatiendo la timidez, me hacía la mujer que no era y me aventuraba. Me daba todo igual. Chocolate caliente en mano solía acercarse; habiendo permitido que juguetearan un poco conmigo, llegaba entonces al rescate. Nos divertíamos con alguna frase tonta sobre ese chocolate quemándome los labios. A veces, incluso sorprendía con un alfajor de regalo. Los mejores días, tocaba un llegar tarde a clase para volver caminando solos sin que ya nadie molestase.
​Mis amigos, en especial Martín, seguían la novela a diario. En las clases de física me contaban historias de vestuario, de partidos ganados y partidos perdidos, pues, tanto en los de la escuela como en los del Club, coincidían con él. Yo me lo imaginaba también allí gracioso y altanero, era su personaje.
​Al poco tiempo, comencé a ir con mis amigas a alentar a nuestros compañeros a los alabados partidos de los sábados. La razón de mi presencia allí era más que evidente, es sabido que el deporte y yo somos una combinación muy poco común de ver. Él percibía todo, y, con el mismo relajo de los recreos, reía al vernos entrar a pura charla ocupando las gradas más alejadas para no ser tan explícitas.
​A veces se me confunde la memoria, pero me consta que siempre mostró su agrado ante mi presencia. Hacía notar que detectaba mi llegada, seguía concentrado con el precalentamiento, y así, como si nada, de tanto en tanto giraba a regalar una sonrisita al público expectante. Cómo lo envidiaba yo, que, incapaz de ocultar mi bobera, pasaba del colorado al fucsia en cuestión de segundos.
​Al finalizar, los jugadores se retiraban a vestuarios y nosotras nos actualizábamos rápido de los acontecimientos del fin de semana. Yo miraba los pájaros, comía moras de los árboles al otro lado del enrejado y estiraba el tiempo. La gente se organizaba, dejaba el campo de a poco y ellos comenzaban a salir rumbo a las mesas preparadas a un lado para el tercer tiempo. Llegaba primero siempre Martín o alguno de los de nuestro grupo, sabiendo que no veníamos en serio a verlos a ellos pero contentos de recibir aliento. La rutina era siempre igual, y eso a mí me venía bárbaro. No tenía que descifrar artimañas, sino tan solo aguardar su pronta aparición.
​Aplicando lo poco que conocía entonces de la ley de atracción, cruzaba los dedos a mis espaldas. Pedía repetidas veces que sea uno de aquellos sábados en los que, como si fuera sin querer, nos íbamos juntos al río a sentarnos en su coche, a mirar el horizonte. Beso va beso viene, me iba convirtiendo en la princesa de mi propio cuento de hadas. Eran sin duda mis momentos preferidos, y el hecho de nunca saber si sería o no uno de esos días me precipitaba.
​Él, llegaba siempre igual. Siempre alegre con aires de distraído pero atento a cada sutil detalle, siempre sin cuentos o excusas, siempre sin explicaciones de sobra. Me soltaba sin más su característico «tenía ganas de verte», mientras me acomodaba los cabellos revolucionados al viento detrás del oído. Le seguían algunos mimos escondidos, unas sonrisas de ojos achinados y una serie de insinuaciones de lo que vendría.
​En el río, me daba su cien por cien. Me contaba de sus juegos de Polo a los que les dedicaba los fines de semana. Me decía que le gustaría quedar más conmigo pero viviendo tan lejos se le complicaba. No sabía yo si creerle o no, pero no perdía el tiempo con eso. Me gustaba buscarle con los ojos brillantes y encontrarme los suyos sosteniéndome la mirada. Él era así, directo, decía las cosas sin rollos y dibujaba aquella pícara mueca a la cual era imposible resistirme.
​Yo te juro nunca esperé nada de él. Obvio sí que lo idealizaba, pero me había hecho mi idea de cómo iba la cosa. Me sorprendía una y otra vez cuando se me acercaba; y cuando no, me tocaba devolverlo al mundo de todos quedándome con mis fantasías de niña encantada. Quererlo a él no me costaba nada. Aceptaba todo tácitamente y no por sumisa, sino feliz. Era para mí de esos amores platónicos que pertenecían a juegos adolescentes de cantar al «nuestro» (como eligiendo modelos en un escaparate). Claro, escogíamos sin reparo y nos los repartíamos. Los poseíamos hasta que tocaba la campana y volvíamos a las aulas, donde, entre risas e ilusiones, nos pasábamos algún que otro papelito con corazones por debajo del escritorio.
​Al igual que la primera, cada llamada suya llegó de forma inesperada. La espontaneidad era su marca personal. Y quizás te sorprenda, como a mí, saber que nuestra historia continuó por años. Continuó con esa misma informalidad astuta, con los mismos votos hechos en silencio y hasta con las mismas escapadas al río. Yo no pedía nada y él no prometía nada; así nos entendíamos, sin aparentar, sin complicaciones.
​Lo nuestro, como verás, nunca fue de los que tienen su canción favorita, fotos juntos, títulos o siquiera un amor consumado. Teníamos sí nuestra doble historia. La pública, se iba formando entre los disimulos de «me gustas mucho» y los «no te creas que me gustas tanto». La otra, la que encuentro a encuentro cobraba vida propia, era la historia del deseo misterioso que comenzó a materializarse un viernes por la tarde; una tarde que perdurará por siempre en la niña que llevo dentro.
​Cada vez que consigo esbozarlo lo revivo a flor de piel: «Hola, soy yo, ¿cómo estás?», seguido de una pausa, de quién sabe cuántos minutos, durante la cual mi mente repasó todo «yo» del que podría tratarse (incluso habiéndole reconocido la voz al primer instante, una voz que, en realidad, todavía ni le había escuchado tan de cerca). Frente a mi silencio confundido siguió hablando, contándome a quién le había pedido mi número de teléfono e invitándome a salir con él esa noche.
​Mi ingenuidad y la paranoia me llevaron a hacer lo inesperado y le dije que no. Me escuché excusarme en que tenía el cumple de Martín, mientras me protegía de lo poco gracioso que sería decirle que sí y que se tratara de un chiste malo. Aún me pregunto de dónde fue que saqué coraje, pues saludé y colgué sabiendo que dejaba ir «LA» oportunidad soñada para salvaguardar mi pequeño gran orgullo.
​Esa noche nadie podía entender mi incredulidad. Yo en cambio volaba por los aires. Reproduciendo una y otra vez la voz al teléfono, soñaba despierta con haber dicho que sí y estar yendo con él por ahí, conociéndolo, mirando de cerca aquel hoyuelo que formaba su mejilla al sonreír. Todo de él me parecía espléndido; y no solo por lo guapo, sino más bien por ser distinto al resto. Llevaba con él un mundo aparte, lleno de todo. Tenía la impresión de que su día a día, el que yo veía, y todo lo demás suyo, nada tenían que ver. Despertaba en mí una intriga provocadora.
​A la semana siguiente decidí enmendar mi error. El plan era ir a su fiesta en grupo grande, pero a último momento éramos dos o tres nada más. No me quedó otra que entrar segura de mí, rogando no tropezar. Por suerte estaba oscuro, y había varios grupitos bailando, porque mis amigas poco ayudaban, apuntando y mirándolo fijo se hacían más evidentes que alguien que buscaba llamar la atención adrede. Te digo quería yo desvanecerme ahí en medio, o huir lo más rápido posible, hasta me salió rezar por desarrollar abruptamente poderes mutantes y volverme invisible, cuando sentí una mano que me abrazó la cintura y su respiración al cuello. Me intimidó al instante. Era tan obvio lo obnubilada que yo estaba que él simplemente reía, simulaba no darse cuenta de lo fácil que le estaba siendo la conquista. Se puso a bailar conmigo, rodeados de todos, y me quedé dura como una tabla.
​No me pidas que recuerde qué música sonaba o lo que me susurró luego al oído, ni cómo fue que no nos despegamos en toda la noche. Cual cenicienta consciente de que todo decantaría en calabaza, puedo decirte que aproveché cada instante. Nos alejamos del montón sentándonos fuera contra un muro y pronto entendí todo; todo lo que significa el roce de la yema de tus dedos contra el objeto de tu deseo; todo lo que muestra un beso de esos que te dejan con ganas de más, y cuánto pueden decirte tus piernas cuando vibran, comunicándose entre ellas, en una especie de código morse.
​Sus ojos marrones de cerca eran color miel. Su piel suave, su tacto también. Sus manos confiadas me recorrían la espalda, sus movimientos se intensificaban pero no generaban presión. Todo llevaba su ritmo, su roce incrementaba y luego se apaciguaba. Entre besos, risas y miradas tímidas, mías, y algunas desafiantes, suyas, comprendí el lenguaje de los labios cuando hablan por sí mismos, sin precisar de guión o de letra alguna.
​A caricias y versos nos quedamos hasta que comenzó a aclararse el cielo. Al despedirnos, me prometí que, si por algo se reproducía el milagro, no me atrevería a volver a decirle que no. Lo cumplí a rajatabla todas y cada una de las veces, excepto aquella última. Tampoco es que haya querido en serio rechazarle. Por eso cuesta tanto creer que, justamente ese maldito día, volví a pecar de la misma estupidez, de ese orgullo idiota que de nada sirve y del cual no hubo cómo dar vuelta atrás.
​Sinceramente todo lo que vino después no tenía cómo esperármelo. Sus amigos se encargaban de juntarnos cada vez que por ahí me encontraban. Así fue repitiéndose la costumbre, al coincidir en alguna parte, hasta que ya tampoco hizo de ellos mucha más falta. Cinco años después seguíamos compartiendo momentos fugaces, eternos encuentros recurrentes que se espaciaban en el tiempo y volvían a juntarse. Yo estaba segura de que él tendría mi sí por siempre. De lo que todavía no me había enterado es que, por siempre, solo pertenece a esos cuentos de princesas y sapos.
​Es difícil, como te dije, contarte todo así nomás. Sobre todo siendo que él ya no está. Se me atragantan las palabras mientras las digo, es que las vueltas de la vida pueden dejarte sin respiro. Se volvió mi fuerza, mis ganas de no planear nada, mi serendipia. De vez en cuando aún consigo ver su sonrisa, aunque no siempre puedo ya reproducir en detalle su rostro. Las imágenes se me hacen un tanto difusas, pero el minuto que me lleva recuperar el aliento cuando lo pienso, o el suspiro que se me escapa al aire cuando lo anhelo, suele dejarme junto a él un ratito al cerrar los ojos.
​A veces hasta me lo devuelve entero, aunque sea solo por un breve instante. Entonces veo sus pelos rubios, cuando ya los llevaba más largos, moverse al ritmo de sus pasos, desde su camioneta blanca hasta el timbre de mi casa. Y me veo a mí, espiándolo atónita desde el balcón de mi habitación, segura de que las plantas me cubrían, con las rodillas temblando de emoción. Era tan niña, sabía tan poco de todo; se me eriza la piel de solo evocarlo.
​Hoy es todo parte de una gran burbuja de tiempo, de pasear juntos por ahí, de las cosas más simples y del descubrir pleno. Besos y mil besos, y cuánto se puede extrañarlo. Me hubiera gustado poder contarle de la inigualable alegría, que presenció un ciber-café entero, cuando me encontré sin buscarlo con su e-mail durante mis vacaciones en España: «Espero que me estés extrañando, D.T.A.». ¡Ni hablar de cómo quise tomarme el primer avión de vuelta para Argentina! Ese mismo día, mamá me contó que de pequeña ya me gustaba, que volvía de casa de su hermana hablando de él sin parar. Yo de veras nunca lo había asociado con ella, ni lo recordaba entonces, pero rápidamente reconocí esa sensación que siempre tuve de conocerlo de antes.
​Quizás me habría animado también a decirle que casi me caigo de culo al suelo cuando me encontré su nombre junto al mío, escritos en aerosol blanco, en el pavimento a la salida de la escuela. Podría hasta haberle dejado reírse de mí al revelarle que fue así como me enteré que todos sabían, incluso más que yo, de lo que nos acontecía. A su vez, le confesaría que solía soñar con ir a verlo jugar al Polo, mas bien sabía que ese lugar no me pertenecía. Le diría cuánto, pero cuánto, me gustaba su compañía y lo mucho que disfrutaba de su naturalidad tan singular. Si tan solo pudiera, le hablaría hoy de tantas cosas que no puse al descubierto que me temo que el relato para ello no me alcanza.
​Aún me parece mentira volver a esa madrugada de diciembre, jamás se me hubiera podido ocurrir estar contando hoy esta historia. ¿Cómo íbamos a saber que nadie más que el propio destino, el destino y ese maldito coche al otro lado de la autovía, le pararía en seco? E indagar en los detalles de esa noche se vuelve inevitable. Habíamos justo retomado cierta continuidad y él planeaba un viaje al que me invitaba a acompañarle. Yo quería irme con él, yo quería irme con él a cualquier parte.
​ Estábamos de barbacoa en la casa donde solíamos hacer la previa y nos mezclábamos. Si bien él rara vez concurría, resulta ser que esa noche era el invitado de honor. A puro vino, la gente se iba entonando y los planes iban tomando su color. Yo me centraba en mis amigas, aunque de a ratos nos cruzábamos por los pasillos y reanudábamos donde lo habíamos dejado la vez anterior. Y ahí fui yo a cambiar las reglas del juego...
​Hasta hoy no me explico por qué me invadió la debilidad y di lugar a las sombras de mi mente. Fueron ellas quienes nublando mis pensamientos me llevaron a actuar acorde a un personaje adoptado, una puesta en escena totalmente distante a la que mi intuición dictaba. Quién sabe de dónde me salió la mala idea de quedar con otros amigos en ir a una fiesta cerca de donde estábamos, me empeciné a seguir adelante con ese plan no importa qué. Mira que me insistió en que me fuera con él, de hecho me lo pidió varias veces, pero yo no di el brazo a torcer. ¡Maldita sea la voz en mi cabeza que me distrajo de dejarme llevar como solía hacerlo! Créeme, no tiene nombre cuánto y tanto me arrepentí luego.
​Nos separamos, él camino al centro y yo a Márquez y Panamericana. La fiesta no estuvo mal, pero no había nada que pudiera justificar no haberme ido con él. Era un jardín enorme repleto de gente y bailamos hasta el amanecer. Al salir me quedé con mis amigas en el mac-auto de ahí al lado. Comíamos en el parking aguardando el sueño, cuando irrumpieron los sonidos analógicos de su llamada. Me invitaba contento a desayunar. A punto de dejar a un amigo en Márquez y Panamericana me preguntaba dónde yo estaba para pasar a por mí. El azar se había encargado de colocarme en su camino, el terreno estaba más que preparado para resarcir el haberme resistido a acompañarle. Y yo, ahí mismo parada, volví a oponerme. ¡Hubiera sido tan fácil decirle que sí! Sin embargo, creyéndome tan valiente al reiterar mi negación, me mantuve ciega ante las señales de las causalidades.
​Por alguna extraña razón, justo ese día se me había metido en la cabeza que era hora de que tuviera que insistirme para estar conmigo. Segura de que habría un mañana, quise ponerlo a prueba. Quise que por una vez no le fuera tan fácil tenerme y jugué a hacerme la interesante. ¿Cómo podía saber entonces que me tragaría letra a letra ese rotundo «no» que tan orgullosa sostuve?
​Daría el mundo ahora por cambiarlo todo. Por más que mi razonamiento cree haber entendido, después de muuucha insistencia, que no debo jugar a Dios pensando en que ese simple «sí» hubiera podido alterar lo sucedido, ¿quién le quita a mi corazón la certeza de que hubiera podido detener el tiempo junto a él? ¿Y que entonces ese maldito coche hubiera golpeado al viento en lugar de embestir de frente contra el suyo? Si crees que puedes explicárselo, aquí me tienes...
​La siguiente llamada que recibí lo dijo todo. No reaccioné ante las palabras al otro lado del tubo y corté muda. Volvió a sonar. Insistí en la imposibilidad de que fuera real pero elocuentemente me lo repitió: «Hubo un accidente», y quedó en silencio; «no dio tiempo a la ambulancia a llegar», otro silencio; «¿me escuchas?», otra vez silencio; «¿estás ahí?», silencio, silencio y más silencio...
​De más está decir que me quedé perpleja intentando descifrar cómo fue que se le escurrió tanta vida en tan pocos segundos. ¡Qué injusto es el destino cuando se arrebata a alguien sin advertencia! Todo lo que hasta entonces conocía y daba por hecho, toda certeza habida y por haber, se me desgarró sin precedente. La noche anterior festejábamos que se había graduado de la Universidad. Estaba radiante, dividiendo su tiempo entre chistes para sus amigos y corretearme por la casa. Y de repente...¿la mismísima nada? ¿Y de qué sirven ahora todas esas palabras calladas?
​Precisaría de un idioma nuevo para expresarte lo que sentí aquel día, lo que sentí al siguiente, lo que seguí sintiendo al mes y al que le siguió también a ese. El concepto de lo efímero cobró un significado tal que hasta de hoy no se olvida; se me metió debajo de la piel y no hubo forma de quitármelo. Fue el amor que nunca fue y que a la vez todo lo fue. ¿Y lo que quedó sin él?
​En su ausencia lo hice más mío que nunca. Le di todos los atributos que jamás le había reclamado. Me atreví por fin a decirle las cosas en voz alta. Me lo apropié sin pedir permiso y sin pensar en devolverlo. Me lo adueñé sin derecho, pues nunca había tenido tal relevancia, detalle que desde entonces carecía de importancia. Me permití llamarle de amor, lo abracé noche tras noche, apretándolo fuerte contra mi pecho hasta que se hiciese hueco.
​El espacio que siempre guardé como suyo se hizo inmenso. Se esperaba que el transcurrir del tiempo cerrara la herida que caprichosa no cedía. No obstante, con el correr de los meses, su lugar fue adquiriendo una dimensión gigantesca donde no cabía más que él; empujaba fuera todo y cuanto pudiera dignarse a asomarse.
​Surgieron para la vida un sinfín de planteos. Le hice a ese mismo cielo, testigo de nuestro primer encuentro, mil y una preguntas. Repasé la historia del derecho y del revés, y de cuántas maneras pude retorcerla. Me enredé la mente entre teorías sin conclusión, teorías repletas de incontables «¿Qué hubiera sido si...?» y una cantidad significativa de «¿Por qué no...?». Así me pasaba los días, reviviendo cada momento con él como si por ello pudiera hacerlo eterno.
​Al cabo de un año, casualmente por una compañera de la Universidad, me fui a enterar que en su casa existió mi nombre, que también las amigas de su hermana conocieron nuestra historia. Experimenté, por primera vez, una agridulce sensación de alegría y extremo dolor a la par. Significaba que fui para él alguien más allá de mis cuentos. Se me llenó el alma. Mismo así, duró lo que dura un pestañeo. Claro, ¿cuánto podía durar?, si ya nada de eso importa, ya nada puede cambiar. De saberlo antes, me hubiera entregado. De haber confiado en que también era algo especial para él, bien podría haber pasado de recurrir a ese súbdito amor propio para destildarme de «chica fácil». De ser así, seguramente no hubiera precisado cambiar el sí seguro al que le había acostumbrado. ¿Por qué justo ese día de todos los días se me tuvo que ocurrir ser estratega?
​La respuesta a ello jamás la tendré. Me queda no volver a permitirme un no por un sí, nunca más guardarme algo para aparentar lo que no es, la certeza de que lo que no dices te lo puedes llegar a quedar sin decir, de que nunca sabes cuándo será ese supuesto mejor momento, y de que, por muchos «y si...» que pueda plantearme, no habrá nada en esta vida que logre reemplazarle.
​No hay palabras que describan lo que se me quedó latente. Y sobre todo las ganas de que sepa lo mucho que lo pensaba, bueno, lo mucho que aún lo pienso. Creo no termino de soltarlo pues de tanto en tanto vuelvo a apretujarlo. Y si te fuera honesta, te diría que no sé si alguna vez lo haré de veras. Es el amor que sucedió al no amor; el mismísimo desasosiego arraigado en la tripa, los recuerdos más lindos teñidos de ceniza, y esa delgada línea fina entre querer mantenerlo por siempre y a la vez lograr sanar la peor herida.

 Es el amor que sucedió al no amor; el mismísimo desasosiego arraigado en la tripa, los recuerdos más lindos teñidos de ceniza, y esa delgada línea fina entre querer mantenerlo por siempre y a la vez lograr sanar la peor herida

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D.T.A.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora