4. Las espadas chocan y Pedro da explicaciones.

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Gonzáles se volvió rápidamente al oír esto, y su espada subió. Vio que el Zorro había sacado la suya, y que tenía la pistola en la mano izquierda, arriba de la cabeza. Y lo que es más, el Zorro reía todavía, lo que enfureció a González. Las espadas chocaron.

El sargento González estaba acostumbrado a pelear con hombres que avanzaban o retrocedían cuando podían o querían, que se movían de un lado a otro buscando siempre alguna ventaja, según su habilidad de espadachines.

Pero hete aquí a un hombre que peleaba en forma totalmente distinta, pues tal parecía que el Zorro estaba clavado al suelo, y no podía volver la cara para nada. No cedía un centímetro, no avanzaba y tampoco se movía para los lados.

González atacó con furia, como solía hacerlo siempre, y el Zorro le paró la estocada. Entonces el sargento siguió con más cautela, probando todos los trucos que conocía, pero no le servía de nada. Trató de pasar alrededor de su enemigo, pero la espada de aquel lo hizo retroceder. Dio unos pasos hacia atrás esperando que el Zorro se moviera de su sitio, pero este se quedó donde estaba, obligando a González a atacar otra vez. En cuanto al bandolero, no hacía más que defenderse.

La furia se apoderó de González, pues sabía que el cabo le tenía envidia, y que al día siguiente todo el pueblo sabría todos los detalles de la pelea, y el cuento correría por todo el camino real.

Atacó rabiosamente, con la esperanza de obligar al Zorro a mover los pies y terminar de una buena vez. Pero en lugar de esto, su espada chocó contra lo que parecía una piedra, y la hoja se dobló; se topó contra su enemigo, y el Zorro simplemente sacó el pecho y lo aventó hacia atrás.

—¡Pelee usted, señor!—dijo el Zorro.

—¡Pelee usted, asesino, ladrón!—gritó el sargento, desesperado—. ¡No se pare ahí como un pedazo de piedra, idiota! ¿O es qué su religión no le permite dar un solo paso?

—Ni con insultos lograra que me mueva—respondió el bandolero, riendo.

El sargento González comprendió entonces que se había exaltado mucho, y sabía que un hombre que se encoleriza fácilmente no puede pelear con la espada tan bien como el que se sabe dominar. Cambió completamente, asumiendo una actitud de frialdad absoluta; aguzó la mirada y dejó de hacer alardes.

Atacó nuevamente, esta vez alerta, buscando un punto por donde poder entrar sin acarearse consecuencias fatales. Peleó como nunca en su vida, y se maldecía por haber permitido que el vino y la comida le hubieran hecho perder el control de sí mismo. Atacaba de frente y de ambos lados, pero su enemigo le paraba todas las tiradas; sus trucos le fallaban casi antes de iniciarlos.

Desde luego que había estado observando los ojos de su adversario, y de pronto notó un cambio. Le había parecido que sonreían a través de la máscara, pero se habían aguzado y se hubiera creído que arrojaban fuego.

—¡Basta de juego! —dijo el Zorro—. ¡Ha llegado la hora del castigo!

Entonces empezó a pelear de verdad; dando un paso tras otro, avanzó lenta pero metódicamente, y obligó a González a retroceder. La punta de su espada simulaba la cabeza de una serpiente de mil lenguas. González se sintió a merced del otro, pero apretando los dientes trató de dominarse y siguió peleando.

El Zorro estaba de espaldas a la pared, pero en esta posición podía pelear con él y al mismo tiempo observar a los hombres que estaban en el rincón. González sabía que el bandolero estaba jugando con él, y ya estaba dispuesto a tragarse su orgullo y a llamar al cabo y a los soldados para que le ayudaran.

En eso llamaron a la puerta con fuertes golpes, pues el indio la había cerrado con llave. González sintió que se le salía el corazón; ahí estaba alguien que quería entrar. Quienquiera que fuese, pensaría que era muy raro que el tabernero o su criado no abrieran la puerta inmediatamente. Tal vez le pudiesen ayudar.

La Marca del Zorro. Where stories live. Discover now