1. Pedro, el presumido.

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­­­—Se rumora en el pueblo—dijo—, que el Zorro anda suelto otra vez.

Sus palabras tuvieron un efecto al mismo tiempo inesperado y terrible. El sargento Pedro González se enderezo súbitamente en la banca, arrojo al suelo su tarro, que todavía tenia algo de vino, y asestando un terrible golpe sobre la mesa con su puño, hizo que los tarros, las barajas y las monedas se desparramaran por todos lados.

El cabo y los tres soldados retrocedieron presas del pánico, y el posadero palideció; el indio que estaba sentado en el rincón se acerco a la puerta, pensando que seria mejor salir a enfrentarse con la tormenta que quedarse a arrostras la furia del sargento.

—Con que el Zorro, ¿eh?—grito González con voz estruendosa—. ¿Estoy condenado a oír por doquier ese nombre? <<El Zorro>>, ¿eh?... ¡Mr. Fox, en otras palabras! Se imagina, digo yo, que es más astuto que los demás. ¡Por todos los santos, apesta como un zorrillo!

González dio un trago, se volvió para verlos a todos de frente, y continuo con su perorata:

—¡Corre por todo el camino real como una cabra montesa! ¡Una máscara, y luce una hermosa espada, según me han dicho, y con la punta graba a su odiosa letra Z en la mejilla de su enemigo! ¡Bah! ¡La llaman la marca del Zorro! ¡Tiene una espada muy bella, en verdad!, aunque yo no podría jurarlo, pues nunca la he visto. No quiere concederme el honor de verla, ¡las pillerías del Zorro nunca ocurren por donde anda el sargento Pedro Gonzáles! Tal vez el Zorro pueda decirnos por qué, ¡bah!

Echándoles una mirada fulminante a todos, frunció el labio superior y las puntas de sus bigotazos negro se encresparon.

—Ahora lo llaman la maldición de Capistrano—dijo el posadero gordo, agachándose a recoger el tarro de vino y las barajas con la esperanza de adueñarse de paso de alguna moneda.

—¡Maldición de todo el camino y de toda la cadena de misiones!—rugió el sargento González—. ¡Un asesino, eso es, un ladrón! ¡Bah! Un tipo cualquiera tratando de ganarse la reputación de valiente porque roba una que otra hacienda y se dedica a asustar a las mujeres y a los indios. El Zorro, ¿eh? ¡He aquí un zorro que me dará gusto cazar! <<Maldición de Capistrano>> ¿eh? Yo sé que no he sido un santo, pero solo le pido una cosa al cielo: ¡Que me perdone mis pecados y me conceda la gracia de enfrentarme cara a cara con este gentil salteador!

—Hay una recompensa...—empezó el posadero.

—¡Me quitaste la palabra de la boca!—protestó el sargento González—. Hay una buena recompensa que ofrece su excelencia el gobernador. ¿Y cuál es la buena suerte que le ha tocado a mi espada? Si estoy de servicio en San Juan Capistrano, el tipo hace de las suyas en Santa Bárbara. Si estoy en Reina de los Ángeles, se roba una buena cantidad de dinero en San Luis Rey. Ceno en San Gabriel , digamos, y roba en San Diego de Alcalá. Un fastidio, eso es. Una vez me lo encontré...

El sargento González se ahogó, tan furioso estaba, y tomó su tarro de vino, el que había vuelto a llenar el posadero, apurando todo el contenido.

—Bueno, afortunadamente, nunca ha venido por aquí— dijo el posadero, dando un suspiro de alivio.

—Y con razón, gordo, con mucha razón. Tenemos aquí un presidio y bastantes soldados. Este guapo Zorro se cuida mucho de acercarse a cualquier presidio. Es como un fugaz rayo de sol, lo reconozco, e igual de valiente.

El sargento González descanso nuevamente en la banca, y el posadero le dirigió una mirada de tranquilidad, con la esperanza de que esa noche de lluvia no se romperían tarros, muebles, ni caras.

—Sin embargo, el Zorro tiene que descansar de vez en cuando, debe comer y dormir—dijo el posadero—. Con seguridad tiene algún escondite para reponer sus fuerzas; algún día los soldados lo perseguirán hasta su guarida.

—¡Bah!—replicó González—. Claro que el hombre tiene que comer y que dormir. ¿Y qué es lo que alega ahora? Dice que él no es un verdadero ladrón, ¡por todos los santos! Que solo se dedica a castigar a los que maltratan a los hombres de las misiones; ¡amigo de oprimidos!, ¿eh? hace poco dejo un letrero en Santa Bárbara diciendo esto, ¿no es verdad? ¡Bah! ¿Y cual puede ser la respuesta? Los frailes de las misiones lo están amparando; lo esconden, le dan de comer y beber. Estoy seguro de que si sacuden la túnica de un fraile, encontraran alguna pista de este salteador, o dejo de ser militar.

—No dudo que diga usted la verdad—contesto el posadero—. No me extrañaría que los frailes hicieran tal cosa. Pero ojala que el Zorro nunca venga por aquí.

—¿Y por qué no, gordo?—grito el sargento González con voz de trueno—. ¿Acaso no estoy yo aquí? ¿Acaso no tengo la espada a mi lado? ¿Eres una lechuza, o es tan débil la luz del día que no puedes ver más allá de tus narices? Por todos los santos...

—Quiero decir—se apresuró a afirmar el posadero bastante alarmado—, que no quiero que me roben.

—¿Qué te roben qué, gordo? ¿Un tarro de vino y una comida? ¿Acaso tienes riquezas, estúpido? ¡Bah! Deja que venga ese individuo. Solo deja que ese atrevido y astuto Zorro entre por esa puerta y se pare frente a nosotros. ¡Que nos haga una caravana, como dicen que lo hace, y que brillen sus ojos a través de la mascara! Permíteme enfrentarme con el por un instante, y pediré la generosa recompensa que ofrece su excelencia.

—Tal vez tenga miedo de aventurarse a llegar tan cerca del presidio—dijo el posadero.

—¡Más vino!—rugió González—. Más vino, gordo, y cárgalo a mi cuenta. Cuando haya cobrado la recompensa, te pagare todo. Te doy mi palabra de honor. ¡Ja! Si entrara ahorita ese astuto y valiente señor Zorro, esa maldición del Capistrano...

Repentinamente se abrió la puerta.





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