Capítulo 3.2 - Cotidianeidad

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Miguel fue atendido de inmediato, ingresando a la sala del psicólogo acompañado por la recepcionista. Mirta había quedado agitada por la premura con la que se bajaron del transporte público y el apuro con el que cruzaron la calle para llegar a tiempo a la consulta, postrándose a descansar en la sala de espera del recinto, buscando con la mirada a alguien para conversar y pasar el rato. 

Federico S.F., psicólogo de profesión hace 20 años, atendió a Miguel. Conocía sus antecedentes de antemano, comunicados por el doctor Rodríguez, así que obvió una entrevista preliminar y pasó a hablar directamente con el muchacho. El hombre se dedicó a escuchar al joven de 23 años, solamente deteniéndolo con preguntas claves que guiaban la experiencia, intentando generar complicidad y confianza con su nuevo paciente. 

Las palabras salían como goteras de la boca de Miguel, que se encontraba incomodo al tener que contar sobre su vida a un completo desconocido, sintiéndose observado y analizado en cada uno de sus movimientos. El psicólogo lo contemplaba, con cara de entendimiento, pero no era como hablar con un amigo, no veía empatía en su actitud, no se sentía a gusto; no obstante, sabía que debía hablar con él, era uno de los pasos necesarios para lograr sobrellevar su oscuro futuro. 

A pesar de su desagrado inicial, Miguel se explayó por casi dos horas, solapándose unos minutos con la siguiente cita del terapeuta. Concertaron una nueva visita dentro de tres semanas, dándole metas a cumplir en ese tiempo, debiendo comunicarle al psicólogo sus resultados al cabo de ese tiempo. Antes de salir de la consulta, Federico le entregó un folleto de un instituto en que se enseñaba Braille, con su respectiva dirección, teléfonos y mail de contacto; y le hizo comprometerse a visitarlo antes del próximo fin de semana, sellando la promesa con un apretón de manos. 

Mirta, que hace rato había encontrado con quien intercambiar experiencias, se levantó de su asiento para recibir a su nieto, despidiéndose del terapeuta con un ademán. Salieron con prisa de la consulta, esperando encontrar pronto una locomoción para regresar temprano a casa y preparar el almuerzo. El paradero más cercano estaba a dos cuadras en dirección norte y el sol pegaba fuerte, se encaminaron bajo la sombra de los plátanos orientales puestos a lo largo de la calle, hidratándose con el agua -no tan- congelada que Mirta cargaba. 

En sentido contrario a ellos venía una muchacha de largo cabello negro, vestida con ropa -sucia-ajustada de color blanco, con mirada concentrada y aspecto de buscar algo, como oliendo el aire. Unos pasos detrás de ella venían dos jóvenes molestándola y diciéndole sandeces, piropeándola por su traje rasgado, que dejaba ver parte de su plano abdomen y casi toda su espalda.  

La muchacha parecía no interesarle lo que decían los malintencionados jóvenes, siguiendo su camino y cruzando miradas con la anciana -sorprendida aún por encontrar ancianos, pese a haber visto millares hasta ahora-, avanzando a paso lento hacia el sur. Estaba concentrada en la señal de su nave, la intensidad de esta había variado mucho los últimos días, presumiendo el término de la energía que alimenta al dispositivo de comunicación de localización y de la alarma. 

Mirta se volteó a ver que los maleantes no se aproximaran a la muchacha, soltando el aliento con cara de desaprobación, a la vez que miraba a los desubicados niños, actitud que no les gustó a los aludidos, que le increparon con malas palabras.

- ¡A ver! ¿Qué pasa, vieja de mierda? ¿Querís decirnos algo? - amenazó el muchacho, levantándose la camisa, dejando ver un largo cuchillo escondido en sus pantalones.

- ¡Aaaay, no! - exclamó Mirta, al ver el arma.

- No se metan con nosotros, por favor - dijo Miguel, poniéndose frente a su abuela, resguardándola, sin saber que uno de los maleantes estaba armado.

La Última Morada - Zona ProhibidaWhere stories live. Discover now