3202 El luchador

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Lo vio alejarse sin mirar atrás ni una sola vez. Creyó adivinar una sonrisa en su rostro y la seguridad de que estaba satisfecho por el pacto.

Habían establecido las reglas de lo que sería el combate de sus vidas. El último combate para saber quién era el mejor. Nadie había podido vencerlos hasta ahora.

La arena clandestina donde se desarrollaban las peleas ya estaba expectante para lo que se habían denominado desde el primer momento como "la pelea final".

Era la segunda vez que Karlo se reunía con su contrincante.

La primera, para definir que entrenarían durante 2 años antes del combate. Y, en esta ocasión, para establecer la fecha exacta y quienes se encargarían de gestionar todos los pormenores de una actividad que era perseguida por las autoridades federales.

Karlo había nacido en el año 2603. Fue reconocido de inmediato como un luchador genial y pasó rápidamente al circuito profesional. Casi tan rápido como luego migró al circuito clandestino, donde los créditos obtenidos por los combates eran sustancialmente mayores que en el ámbito profesional y donde, por supuesto, las apuestas llegaban a multiplicar en varios órdenes los créditos en juego. Que los enfrentamientos fueran a muerte era solo una característica más.

Llegó a una edad en la que ya no podía pelear. Su cuerpo era testigo de los daños sufridos en una vida permanente de combates cuerpo a cuerpo, contra los más salvajes contrincantes del mundo entero.

Aprovechó al máximo los créditos ahorrados y consiguió sobornar al personal técnico de almacenamiento para que sus propias características fueran mantenidas en el cuerpo cultivado que le asignarían al despertar. Si bien era ilegal programar el cuerpo cultivado con mejoras, Karlo no las quería. De hecho, las rechazaba de plano. Él no quería despertarse como un rubio nórdico pensando que no se sentiría cómodo, así que pagaba para despertarse como lo que siempre fue: un claro representante de la antigua Europa mediterránea.

Karlo planeaba repetir la rutina de despertar, hacerse combatiente profesional de la arena y pasar a la clandestinidad para volver a luchar a muerte. Quería saber cuál era su límite y qué se aprendía de llevar ese límite cada vez más lejos.

Karlo salió de la cultivadora estirando todo su cuerpo. Una maniobra que era habitual y que parecía fuera de lugar en el aséptico ambiente del laboratorio. El nuevo cuerpo no era todo lo que él esperaba, pero tenía claro que entrenándolo podía sacar provecho de él. Era su tercer despertar.

El técnico de la cultivadora le entregó una tableta transparente para que firmara el conforme del nuevo cuerpo. En la tableta comenzó a parpadear un número de cuenta en la esquina superior derecha. Era evidente que el muchacho esperaba la tajada convenida después de haber cumplido con su parte.

Karlo transfirió la cantidad acordada de créditos y en ese instante irrumpieron en la sala cinco oficiales del servicio de seguridad federal.

Tumbaron al técnico y le inmovilizaron, como era habitual, con un parche de toxinas pegado al cuello.

Uno de los miembros del servicio de seguridad federal depositó un pequeño disco sobre el suelo y rápidamente se desplegó un holograma.

Una joven china, vestida a la ancestral usanza imperial, apareció frente a Karlo.

—Hola, soy Mei.

Karlo mantuvo la calma. Contra el fondo blanco del salón de las incubadoras de cuerpos, los colores del holograma se apreciaban en todo su esplendor. Estaba radiante.

A punto de iniciar su cuarta vida, la experiencia colectada en sus tres anteriores era suficiente para aconsejarle que mantuviera la boca cerrada.

—¿Me conoces? —inquirió Mei.

Cuentos: Construyendo un mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora